
Federalismo jacobino. ¿Un oxímoron?
Miguel Candel | Que al actual Estado autonómico español sería más adecuado llamarlo Estado heteronómico es algo que, pese a lo paradójico de la tesis, no es difícil demostrar. En efecto, tomemos un solo ejemplo: la actuación de la Administración Central en relación con la aún activa pandemia de coronavirus. Salvador Illa, flamante ministro de Sanidad al comienzo de la crisis, pronto se encontró con que su ministerio carecía prácticamente de personal y de poder ejecutivo, pues sus competencias en la materia estaban transferidas a los diecisiete gobiernos (gobiernillos, dan ganas de decir) autonómicos, cada uno buscándose la vida (y muchos de sus ciudadanos perdiéndola) por su cuenta. Sólo el recurso a las competencias de Interior (no totalmente transferidas, por suerte) y la correspondiente declaración del estado de alarma permitieron adoptar medidas relativamente eficaces para frenar la difusión de la epidemia. El mismo hecho de que, como ha dictaminado a posteriori el Tribunal Constitucional, el gobierno central actuara incorrectamente al declarar el estado de alarma y no, según correspondía a medidas tan drásticas como las de un confinamiento generalizado, al estado de excepción, es una prueba suplementaria de hasta qué punto dicho gobierno actúa cohibido a la hora de establecer medidas de alcance nacional. (Cosa lógica, por otro lado, si varios de sus miembros no creen que España sea una nación política, sino un mero conglomerado de nacioncillas étnicas sin casi nada en común más que una lengua supuestamente “impuesta” y, quizá, la Liga Santander…)
De modo que, además de pechar con el problema que representa la España “vaciada”, parece que hemos de sufrir el desamparo legal de un Estado “vaciado” en materias tan fundamentales como Sanidad, Educación, Seguridad, Fiscalidad (ambas en parte) y otras que los reyezuelos de taifas, no sólo periféricos, se disponen a rebañar. Estado cascarón a merced de los intereses regionales (a menudo caciquiles). Estado, pues, heterónomo, que es lo que España como entidad política global está deviniendo, no siempre con prisa, pero ciertamente sin pausa.
Dirá más de uno (ya lo ha dicho Pablo Iglesias) que el centralismo sólo favorece los intereses de la derecha neoliberal. Por eso sus seguidores presuntamente de izquierdas se refocilan apoyando a y apoyándose en los partidos que trabajan por la fragmentación de la vieja Hispania. Como no hay peor sordo que el que no quiere oír, seguramente será inútil que recuerde a esos aprendices de brujo o incubadores de serpientes el contundente artículo publicado por Guillermo del Valle, impulsor del Club Jacobino, en el número 397 de la revista El Viejo Topo (febrero de 2021, pp. 21-27) bajo el título “Modelo neoliberal y centralista: un perverso oxímoron”.
Quizá ni siquiera una voz tan autorizada y tan inequívocamente de izquierdas como el historiador Eric Hobsbawn sea capaz de vencer la sordera ideológica de quienes no parecen darse cuenta de que al capital transnacional le resulta mucho más fácil (divide et impera), especialmente en la actual era de la mundialización cuasi total, poner a su servicio a los pequeños Estados que a los grandes.
Así que apostemos por otro enfoque. Visto que culturalmente ya somos de facto una colonia estadounidense, con nuestros hallowines y nuestros blackfraideys, incapaces de comunicarnos si no es por guásap, féisbuk o tuíter mediante nuestros esmarfones y tabletas, probemos a citar textos de los padres fundadores de los Estados Unidos de América.
Por ejemplo el que reproduzco a continuación. No sin antes aclarar dos cuestiones terminológicas. Primera: el autor (James Madison, cuarto presidente de los EE.UU. entre 1809 y 1817 y autor junto a Alexander Hamilton y John Jay en 1787-1788 de una serie de 85 artículos de prensa conocidos luego como “Federalist Papers”) entiende por “democracia” un régimen asambleario o de democracia directa y por “república” lo que hoy se conoce como democracia representativa (la distinción se remonta de hecho, mutatis mutandis, a la Política de Aristóteles). Segunda, el término “confederación” no lo entiende, como hoy se acepta, en contraposición a “federación”, sino como sinónimo de éste y, además, con el contenido propio de éste, es decir, como unión de entidades políticas (“Estados”) en que las leyes comunes o de la Unión prevalecen sobre las propias de cada entidad particular y obligan a los ciudadanos de éstas directamente, sin necesidad de refrendo por las autoridades de los Estados particulares. Con este espíritu se redactó finalmente la Constitución de 1789, interpretación reforzada por la décima enmienda (1791) y que condujo finalmente a la diferenciación clara y precisa entre federación y confederación (distinción que parece haberse borrado en las mentes de muchos “federalistas” hispanos). He aquí lo que dice, pues, en el artículo titulado “La Unión como salvaguardia frente a facciones e insurrecciones internas”, publicado el 23-11-1787 en el New York Packet y que en la recopilación de los mencionados “Federalist Papers” figura con el número 10:
«En primer lugar, hay que señalar que, por muy pequeña que sea la república, los representantes deben alcanzar cierto número, a fin de precaverse contra las intrigas de unos pocos; pero dicho número, por grande que sea, debe ser limitado, a fin de precaverse contra la confusión propia de una multitud. De ahí, al no estar el número de los representantes, en ambos casos, en proporción a los representados, y siendo proporcionalmente mayor en una pequeña república, se sigue que, si la proporción de personas idóneas no es menor en la república grande que en la pequeña, aquélla presentara más opciones y, por consiguiente, una mayor probabilidad de que la elección sea adecuada.
«En segundo lugar, dado que cada representante será elegido por un mayor número de ciudadanos en la república grande que en la pequeña, será más difícil que candidatos indignos practiquen con éxito las artimañas con las que demasiado a menudo se llevan a cabo las elecciones; y al ser los sufragios de la gente más libres, será más probable que se centren en hombres que posean los más atractivos méritos y las personalidades más abiertas y reconocidas.
«Hay que reconocer que en éste, como en la mayoría de los casos, existe un término medio, a ambos lados del cual se encuentran inconvenientes. Si se amplía demasiado el número de electores, los representantes estarán poco familiarizados con todas las circunstancias locales e intereses menores de aquéllos; mientras que si se reduce demasiado dicho número, el representante estará indebidamente implicado en los intereses particulares y poco capacitado para comprender y perseguir grandes objetivos nacionales. La Constitución federal representa una feliz combinación a este respecto: los grandes intereses generales se encomiendan a la legislatura nacional, los locales y particulares, a las legislaturas de los Estados.
«El otro elemento diferenciador es el mayor número de ciudadanos y la mayor extensión del territorio que pueden caer bajo la jurisdicción de un gobierno republicano en comparación con uno democrático; y es principalmente esta circunstancia la que hace que las combinaciones facciosas sean menos de temer en aquél que en éste. Cuanto más pequeña una sociedad, menos probable será que esté compuesta de partidos e intereses distintos; cuantos menos partidos e intereses distintos, con más frecuencia se dará una mayoría del mismo partido; y cuanto menor el número de individuos que compongan una mayoría, y menor la jurisdicción bajo la que caen, más fácilmente se pondrán de acuerdo y ejecutarán sus planes de opresión sobre el resto. Ampliad la esfera y tendréis una mayor variedad de partidos e intereses; así hacéis menos probable que una mayoría dentro del conjunto tenga una motivación común para invadir los derechos de otros ciudadanos; o bien, si dicha motivación común existe, les será más difícil a todos los que la sienten descubrir su propia fuerza y actuar al unísono con los demás. Dejando de lado otros impedimentos, cabe señalar que, allí donde existe conciencia de unos propósitos injustos o deshonrosos, la comunicación se ve siempre dificultada por la desconfianza en proporción al número de los que deben ponerse de acuerdo.
«Por ello parece claro que la misma ventaja que una república tiene sobre una democracia, en cuanto a controlar los efectos del faccionalismo, la posee también una república grande con respecto a una pequeña (la posee la Unión con respecto a los Estados que la componen). ¿Consiste dicha ventaja en la presencia de representantes cuyas concepciones ilustradas y sentimientos virtuosos los colocan por encima de los prejuicios locales y de los planteamientos injustos? No puede negarse que es altamente probable que los representantes de la Unión posean tan necesarias cualidades. ¿Consiste en la mayor seguridad ofrecida por una mayor variedad de partidos frente a la eventualidad de que uno cualquiera de ellos sea capaz de superar en número y oprimir al resto? En igual grado ocurre que, al aumentar la variedad de partidos incluidos en la Unión, aumenta dicha seguridad. ¿Consiste, por último, en los mayores obstáculos que opone a la concertación y puesta en práctica de los secretos deseos de una mayoría injusta e interesada? Aquí, una vez más, la extensión de la Unión le confiere la más palpable ventaja.
«La influencia de dirigentes facciosos puede encender una llama dentro de sus Estados, pero será incapaz de desencadenar una conflagración general en el resto. Una secta religiosa puede degenerar en una facción política en parte de la Confederación; pero la variedad de sectas repartidas por toda la faz de ésta debe poner a los consejos nacionales a cubierto de cualquier peligro procedente de esa fuente. Un (…) proyecto impropio o perverso tendrá menos posibilidades de propagarse por toda la Unión que por un miembro particular de ésta; en la misma proporción en que semejante enfermedad es más probable que infecte un condado particular que un Estado entero.
«En la extensión y adecuada estructura de la Unión vemos, pues, un remedio republicano para las dolencias que afligen con más frecuencia al sistema republicano de gobierno. Y en consonancia con el grado de satisfacción y orgullo que experimentamos al ser republicanos, así debería ser nuestro celo a la hora de encomiar el espíritu y hacer nuestro el talante de los federalistas.»
Leyendo estas reflexiones se le hace a uno difícil entender el rechazo instintivo que parece suscitar, entre personas de izquierda de este país alarmadas –según dicen– ante la deriva disgregadora e insolidaria de nuestro caótico Estado “autonómico”, la más leve alusión a un proyecto republicano de carácter jacobino. Como si jacobinismo quisiera decir Estado centralista autoritario administrado por una élite no representativa de la totalidad del territorio nacional. Porque lo que queda claro en este como en otros escritos de los padres federalistas de la Constitución estadounidense es que “federación” quiere decir ante todo “unión” (como quedó grabado a sangre y fuego en la guerra civil de 1861-1865). Y una unión tanto más segura cuanto más extensa y más integradora de intereses diversos en equilibrio mutuo. Nada, pues, que ver con la homogeneidad o el monolitismo. Pero sí con la universalidad y la validez de las mismas leyes para todos.
En todo caso, lo que la experiencia de los años transcurridos desde 1978 ha demostrado ad nauseam es que la indefinición de aspectos cruciales del régimen autonómico, el carácter excesivamente abierto del título VIII, hábilmente aprovechado por facciones de todos los colores y de los “cinco” puntos cardinales (centro incluido), ha llevado a este país a convertirse progresivamente en un mosaico disparatado (cúmulo de disparidades) en que las relaciones entre las comunidades autónomas y entre éstas y la menguante Administración Central tienen cada vez más las características de un juego de suma cero.
Se ha dicho que a la estructura territorial de este país le faltan aún ciertas dosis de descentralización para llegar a ser federal. Todo lo contrario: le sobran bastantes. De manera que propugnar aquí y ahora un Estado federal sin correcciones de talante “jacobino”, de reforzamiento de lo común en aras de la efectiva igualdad de derechos de todos los ciudadanos, es seguir haciéndoles el juego a los caciquiles promotores de taifas y, por parte de la izquierda, propiciar que la identificación de la unidad territorial y ciudadana de España con un proyecto político de la derecha acabe resultando una profecía autocumplida.
Miguel Candel
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