Ana Pollán | Desde el golpe de Estado fascista de 1936, España vive en la anormalidad democrática. Evidentemente, sería injusto decir que desde 1978 en adelante nuestro Estado no haya sido capaz de modificaciones substanciales y apreciables en materia de derechos y libertades que lo hacen distinto al que fue durante los casi cuarenta años de dictadura fascista y criminal (todas de la mano de la izquierda que desde entonces ha sido posible, a pesar de su debilidad). Si bien la Transición fue apreciable, resulta francamente mejorable. Probablemente porque sea nuestra tarea inacabada; una que urge más de lo que se reconoce. Lo lógico es que, muerto el dictador, se hubiese reestablecido el régimen anterior, republicano y democrático, y no una monarquía posibilitada por una Constitución de la que tan cierto es decir que restituyó derechos y libertades esenciales como que cerró en falso y evitó una ruptura radical con el régimen anterior, además de ser impotente para el restablecimiento de la República.
Tantos años después, España debe constituirse en una República, porque es, como decía Clara Campoamor, “la forma de gobierno más conforme con la evolución natural de los pueblos.” Y con ella digo que, en efecto, ¡República siempre!, pero no cualquiera. No desleída, no despolitizada, no descargada de principios socialistas e ilustrados. No tentada por un régimen de mercadeo de privilegios, no burguesa, no relativista, no postmoderna sino:
Una república socialista (no socialdemócrata). El deber de un Estado es proteger los derechos y libertades de su ciudadanía, con independencia de los rasgos particulares de cada persona. Pero no debe conformarse con una igualdad formal y retórica, ha de ser material y concreta. Para que exista igualdad, resulta ineludible la superación del sistema capitalista neoliberal, y eso exige la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Los proletarios/as no son ciudadanos libres e iguales en tanto que se encuentran enajenados por un sistema que los aliena y hace de su trabajo, ese que debería contribuir a la realización y al progreso personal y colectivo, un elemento de explotación. Sólo un Estado socialista que gestione y redistribuya equitativamente sus bienes y servicios, todos expropiados de manos privadas, puede ser un Estado de ciudadanos real y materialmente libres e iguales. “Cada cual según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades.”
Una república feminista, que reconozca la urgencia de remover las desigualdades por sexo y las opresiones específicas que sufran las mujeres por el hecho de serlo. Que concrete la igualdad formal en transformaciones ambiciosas tales como la supresión de la prostitución, la pornografía, la explotación reproductiva, las desigualdades económicas por razón de sexo y que persiga todas las violencias materiales y simbólicas que padecen las mujeres por el hecho de serlo. En definitiva, que abola radicalmente el género en tanto estructura de dominación, que erradique el patriarcado mismo.
Una república laica, que impida que cualquier religión tenga peso, poder de decisión o influencia en aspectos públicos, representación o reconocimiento por parte del Estado. Las creencias y el culto deben considerarse un acto íntimo respetable en tanto que se realice en la más estricta privacidad, sin un céntimo de financiación pública. El Estado puede y debe impedir aquellas manifestaciones religiosas que asuman convicciones y prácticas contrarias a la igualdad, la libertad y la justicia. El Estado puede y debe educar a su ciudadanía en principios racionalistas, científicos, ilustrados, humanistas, y artísticos, no en supersticiones ni en creencias irracionales.
Una república centralista y antinacionalista. La asunción de competencias por parte del Estado, cuando este sea socialista, debe servir para que el pilar fundamental de su acción política y económica se base en una redistribución justa de la riqueza, de forma equitativa y suficiente (abundante) entre todos los ciudadanos/as y regiones del Estado, de modo que donde sea que vivan tengan acceso exactamente a los mismos servicios, derechos, bienes y recursos de idéntica calidad, con independencia, por supuesto, de si el ciudadano/a sujeto de derecho es nacido en el Estado o fuera de este y cualesquiera otras circunstancias particulares. No deben existir privilegios regionales ni regiones infradotadas de ninguno de los bienes y servicios reconocidos por la Constitución y la legislación de la República. Defiendo una república internacionalista o para mayor coherencia, interestatalista, es decir, antinacionalista, de Estado fuerte en cuanto necesario para la consolidación de políticas socialistas, pero en pleno reconocimiento y colaboración con el resto de proletarios del mundo: universalista, humanista, abierta y solidaria.
Una III República deudora de la II República. Reivindico una III República que, si bien tiene el legítimo derecho y el deber, para honrarla, de ser mejor que la Segunda, recoja su testigo con admiración y respeto; que tome su mismo impulso y el acento de aquella en la cultura, las letras, el espíritu cívico y transformador con la razón, el trabajo, la lucha obrera, la cooperación, la solidaridad y la igualdad. Una III Republica sólida, socialista, por y para trabajadores/as libres e iguales, emancipados y no proletarios. Una República socialista, esa que satisfaría a Ibárruri y a Miguel Hernández y repugnaría a las siete derechas: 1. la de Díaz e Iglesias; 2. la de Errejón y García; 3. la de Sánchez; 4. la de Casado y Ayuso; 5. la de Rivera y Arrimadas; 6. la de Abascal y Espinosa de los Monteros; 7. la de los Abascales periféricos. Contra ellos, una sola izquierda organizada que asiente y consolide una república socialista, feminista, laica, ilustrada y antinacionalista.
Ana Pollán
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