
En estos momentos impera la desafección y la noble actividad de la política parece haber quedado reservada a personas de carácter iracundo e intereses ajenos al sujeto de soberanía de cualquier nación política. El desasosiego que invade nuestro debate público, permítanme esta sucinta aclaración, ha instaurado una esquizofrenia colectiva. Ya nadie recuerda el Discurso a los electores de Bristol de Edmund Burke: «El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros, debe sostener, como agente y abogado, contra otros agentes y abogados, sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad; donde deben guiar no los intereses y prejuicios locales, sino el bien general que resulta de la razón general del todo. Elegís un diputado; pero cuando le habéis escogido, no es el diputado por Bristol, sino un miembro del Parlamento».
Esta distinción entre mandato imperativo (prohibido en el art.67 de la Constitución española) y mandato representativo ha quedado socavada por una petulancia tribal empuñada por una izquierda benigna con la xenofobia. Tal es la gravedad del estado de las cosas que nuestro Gobierno considera que la Cámara de Diputados no sólo es un congreso de diferentes embajadores, sino que el representante más importante de ésta, además de no haber sido elegido, es un prófugo de la justicia.
Por otra parte, mientras colaboran con la reinstauración del mandato imperativo a base de someternos a los desmanes del forajido Puigdemont, intentan, con cierto éxito, descalificar a cualquiera que se oponga a la amnistía, la autodeterminación o a la concesión de privilegios de toda índole, en aras de apaciguar la metástasis nacionalista que se expande por España. «Dinosaurios, viejos, reaccionarios, carcas» y un largo etcétera, son algunos de los improperios que vierten sobre quienes alzamos la voz. Ahora resulta que la Ley vieja del Partido Nacionalista Vasco será moderna y tomarse en serio la igualdad, en tanto que socialistas, cosa de vejestorios indocumentados.
Cuando algunos de nuestros representantes ofrecen tan alegremente la amnistía obvian la dimensión moral del debate jurídico: si el indulto supone la conmutación de la pena, la amnistía legitima la actividad delictiva y pone en cuestión el marco que anteriormente la condenaba. Es decir, acarrea asumir que entre la España franquista y la España democrática no hay diferencias sustantivas. Presuposición insostenible a la luz de lo acontecido: si en 1936 fueron los demócratas quienes huyeron del país, en 2017, en cambio, la huida la emprendieron quienes pretendieron fraguar un golpe de Estado contra la democracia española.
«La verdadera igualdad entre españoles es subir el SMI, revalorizar pensiones, aprobar la reforma laboral, un pacto de Estado contra la violencia machista…» espetaba ayer, entre otras lindezas, el presidente Sánchez. Y yo me pregunto, por qué disocia la igualdad ante la ley de la implementación de medidas sociales. ¿Acaso no es antecedente nuestra condición de libres e iguales a todas ellas?, ¿bajo qué legitimidad moral pretendemos, por ejemplo, exigir a un empresario que suba los salarios si renegamos del obligado cumplimiento de las leyes emanadas de nuestro propio autogobierno?
Negar la base ecuménica de cualquier valor moral impide su esparcimiento. De ahí a que sea preciso desandar lo andado antes de que sea demasiado tarde, detenerse, y exclamar sin rubor: ¡basta ya!
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