
Probablemente, la historia de España sea una de las más interesantes y peculiares del mundo por motivos muy diversos, empero, merece la pena ahondar en uno de ellos: el deleite que siente el pueblo español por la autoflagelación. Basta echar un vistazo por la España de los siglos XIX y XX para apreciar esa querencia de los españoles por la división, el enfrentamiento, el identitarismo, etc. De un modo u otro, sentimos una atracción irresistible hacia la autodestrucción (y aquí seguimos, en pie, a pesar de todo). Uno de esos intentos de destrucción, probablemente uno de los más graves, es el malllamado conflicto catalán, que no es más que un conflicto puramente español.
Desde que el pujolismo tomara las riendas de Cataluña, la decadencia ha sido la norma. En apenas unas décadas, la ciudad condal pasó de ser una ciudad abierta, liberal, cosmopolita, moderna… a ser absorbida por el auge de la Movida madrileña y convertirse en lo que es hoy: el conejillo de Indias del proceso soberanista. El espíritu del 92 fue un destello de luz entre tantos aspavientos: Barcelona caminaba de nuevo junto al resto de España ensimismando al mundo entero con su belleza y encanto. Pero esa belleza y ese encanto fueron efímeros. Desde entonces, el odio, la ruptura y el fanatismo han campado a sus anchas.
Cataluña se rompió en dos pedazos. Dos almas que, a día de hoy, a duras penas conviven. Por un lado, aquellos que abrazan la ruptura, nostálgicos de una quimérica nación que nunca fue; por el otro, quienes resisten de forma heroica en su custodia de los valores que inspiraron la Europa moderna: libertad, igualdad y fraternidad. Los primeros, acólitos de la fe separatista, han hecho de la política un instrumento de violencia contra la otra mitad de Cataluña y el resto de España durante décadas, haciendo de la aversión al distinto su principal baza. La estrategia es, cuanto menos, perversa: anular a todo aquel que disienta. Anular a quien, en todo su derecho, exige ser instruido en su lengua oficial; anular a quienes creen que la convivencia pasa, ineludiblemente, por el respeto a la legalidad; anular a quienes exaltan al individuo frente a la turba; anular, en definitiva, a quienes dicen sí a la reforma frente al rupturismo.
Aunque siendo realistas, no estamos hablando de algo imputable única y exclusivamente a unas élites catalanas empeñadas en perpetuar una desigualdad inasumible para cualquier demócrata convencido. Si hoy esas élites campan a sus anchas y gozan de toda impunidad social e incluso judicial, es por un yerro del sistema. Desde sus inicios, además. Desde el momento mismo en que el constituyente aceptó convivir con uno de los los mayores anacronismos que padece España en términos de modernidad política: el nacionalismo. Hay quienes bautizaron este fenómeno como sistema de mayorías con respeto a las minorías, aunque quizá convendría ser algo menos cautos y llamar a las cosas por su nombre: sistema de mayorías con claudicación ante una minoría identitaria y excluyente.
Por otro lado, dejando a un lado esa posibilidad de que el régimen del 78 naciera paticojo, no cabe obviar que las prácticas del poder constituido tampoco han ayudado a resolver el conflicto. Durante décadas, gobiernos de uno y otro color se han repartido el pastel con aquellos cuyo único propósito es el de contemplar la erosión final e irreversible de la nación. Llámense Tinell o Majestic, todas y cada una de esas cesiones constituyen la claudicación del Estado como garante de la igualdad y la libertad de todos y cada de sus compatriotas. Supone aceptar por pasiva, e incluso por activa, que hay ciudadanos de primera y de segunda: por un lado, la noble y pulcra aristocracia catalana; por el otro, el vulgo y la plebe andaluza. Hoy, por supuesto, no iba a ser menos. Que los españoles del Sur sigamos sufriendo tasas de paro desbocadas, economías absolutamente despojadas de industria o sistemas educativos ineficientes dependerá única y exclusivamente de un señor que permanece fugitivo de la justicia en Waterloo (y cómo no, la cuenta, como de costumbre, corre a cuenta de todos los españoles). Y frente a quienes permiten semejante grosería, nos encontramos con un señor al que todo esto parece no sentarle muy bien. Eso sí, no lo dice muy alto no vaya a ser que al delincuente de Waterloo le dé por despertarse con el pie izquierdo y acepte sentarse con él, y claro, en ese caso pasa a ser lícito vender España y lo que haga falta.
La nación cívica, la que hace de España un proyecto de ciudadanos libre e iguales, está en riesgo. En grave riesgo. Por sus agresores, por supuesto, pero también por la pasividad de sus supuestos defensores. Urge y es imperioso que haya quien se atreva a levantar la voz y haga un alegato justo y claro por la libertad y la igualdad. La de todos, sin distinciones y sin matices. Porque es lo moral. Lo ético. Lo correcto. Porque es de justicia.
- España e igualdad: una compleja relación - 16/09/2023