“¿Por qué habéis dicho todos/ que en España hay dos bandos, / si aquí no hay más que polvo? / En España no hay bandos,/ en esta tierra no hay bandos, / en esta tierra maldita no hay bandos./ No hay más que un hacha amarilla / que ha afilado el rencor. / Un hacha que cae siempre,/ siempre, siempre,/ implacable y sin descanso/ sobre cualquier humilde ligazón:/ sobre dos plegarias que se funden,/ sobre dos herramientas que se enlazan,/ sobre dos manos que se estrechan./ La consigna es el corte,/ el corte,/ el corte, /el corte hasta llegar al polvo,/ hasta llegar al átomo.” León Felipe, El hacha.
Ana Pollán | Decía Pablo Iglesias, fundador del Partido Socialista, a sus compañeros: “Sois socialistas no para amar en silencio vuestras ideas ni para recrearos con su grandeza y con el espíritu de justicia que las anima, sino para llevarlas a todas partes.”
Hoy, ultraindividualismo y narcisismo mediante, la consigna es el corte, pero el corte hasta llegar al egocentrismo de erigirse más puro que nadie, y no querer llevar el socialismo ni ninguna otra idea hacia ninguna parte que no sea el auditorio propio, minúsculo y ridículo, en el que se prevea un aplauso sonoro y fácil, aunque no se sepa ni por qué. Hay preguntas que son profundamente legítimas: ¿Es bueno escribir en medios cuya línea ideológica dista mucho de las propias convicciones? ¿Es una traición compartir espacios conservadores y una manera de debilitar los propios altavoces? ¿Se traiciona una compartiendo proyectos que no firmaría en su totalidad porque sí representan una parte importante de lo que se estima justo reivindicar? ¿Acaso es síntoma de debilidad, zozobra o maleabilidad en las propias convicciones compartir algún aspecto de un proyecto ético-político que en general se nos antoja diametralmente opuesto a las propias posiciones? ¿Se puede estar de acuerdo con un puñado de ideas con alguien profundamente conservador? ¿Es, píntese como se pinte, síntoma de debilidad e incoherencia? ¿O por el contrario es síntoma de pensamiento crítico y habilidad de apreciar los matices intelectuales del contrario? ¿Acaso no es más que estimable elevar un espacio por encima del barro donde los opuestos se escuchen y se salve así un suelo mínimo desde el que –sin dejar de disputar los máximos– acordar siquiera una base para el progreso social? Ni siquiera sé todas las respuestas. Y cuánto me alegro.
Lo que sí sé es que, no sé si racionalmente o con la fe del creyente, ese suelo mínimo se me antoja imprescindible. Teniendo una nítida posición de izquierda, reconozco orgullosa que me delecta leer o escuchar a personas conservadoras que, sin estar en absoluto de acuerdo con ellas, transmiten sus ideas con elegancia, destreza, respeto y buena elaboración intelectual. Pienso que con ellas el entendimiento es posible y que lejos de hacerme rebajar mis propias convicciones, me anima a mantenerlas con extraordinaria firmeza, celebrando incluso que igualmente puedan ser apreciadas en las antípodas y robustecerse por esa extensión aun cuando sea de modo parcial y débil. Y sin ingenuidades, claro. Pero el buen sentido, el sentido común, hace posible ese entendimiento que debería satisfacernos y en lugar de hacernos sospechar que entenderse parcialmente con los otros es sinónimo de traicionar a los propios, porque estimo que no lo implica en absoluto.
Sostengo esto cuando no me caracterizo, precisamente, por ser transigente con ciertas posiciones políticas ni por observar la equidistancia, ni por desearla ni mucho menos por aspirar a apreciarla en el futuro, sino por desear alejarme aun más de ella. Soy socialista (no socialdemócrata), soy feminista, soy republicana, defiendo la laicidad del Estado y soy antinacionalista. Todo proyecto que no encaje de manera nítida con dichas posiciones (y dentro de ellas, con un desglosamiento bastante preciso, casi rígido) me resulta profundamente desacertado y digno de ser intelectualmente combatido con toda firmeza. Pero creo que esa firmeza no se logra desde la pureza de quien se encierra en sí o se dirige solemnemente a un grupúsculo de convencidos para pasar a cobrar después las satisfactorias palmadas en la espalda, menos valiosas tanto más reducido sea el grupo. Tampoco se logra la coherencia negándose a evolucionar, matizar e incluso corregir las convicciones, no por considerarlas de quita y pon o por ir rebajándolas con los años, sino porque estar en plena evolución debe invitarnos a pensar mejor y a ser capaces de advertir errores que en el pasado no apreciábamos. Y seguramente eso, lejos de hacernos lábiles o pusilánimes, nos reafirme de manera radical en las convicciones más firmes y originales, pero pudiendo paladear la riqueza de los matices. Esa coherencia se logra aceptando que, si humildemente se cree en un proyecto transformador, convencer al contrario –o al menos creer que se puede– es elemental. Para poder hacerlo, conviene escucharse. Y para poder escucharse conviene llegar allí donde las ideas socialistas, republicanas o feministas no llegan. Si las feministas nos pasamos interminables horas afinando la argumentación abolicionista entre nosotras no es, precisamente, porque sospechemos que nuestras compañeras consuman prostitución. No somos nosotras las que tenemos que recordarnos el catecismo, porque ya lo sabemos. Lo hacemos para trasladar esa convicción de forma cada vez más eficiente, clara y rotunda a la sociedad y a espacios cuanto más hostiles y misóginos mejor: ni más ni menos que a los potenciales prostituidores, puteros incluidos.
No sólo creo que el socialismo, el feminismo o las convicciones laicas y republicanas haya que llevarlas a todas partes; creo que hay que llevarlas a las partes peores, a las profundamente cutres, allí donde imperan las ideas y formas más zafias, regresivas y ruines. Hay que llevarlas, con decisión, al mismísimo infierno e incluso en los más tristes y desafortunados portafolios (póngase aquí el título del panfleto al que se tenga más tirria, merecida o no) y defenderlas, inquebrantablemente, incansablemente ante el mismísimo demonio. Y para llegar al último rincón conviene hablarse y escribirse hasta con las piedras, e insistir en que el diálogo aclare y convenza y reclute nuevos militantes de esas que yo estimo causas justísimas. No hay que renunciar a decir lo que creemos allí donde nos escuchen, sea una perfecta y armónica arcadia de compañeros/as de principios o el más hostil, por reaccionario, de todos los terrenos.
Es así como se transforma el mundo, hombro con hombro, poniendo el humilde y pequeño esfuerzo que cada cual bien pueda aportar con conciencia de clase, con conciencia feminista y con conciencia republicana. Y ese hombro con hombro debe construir un proyecto sólido y ampliamente compartido, si es que quiere triunfar. Y con ello no hablo de ocupar ninguna centralidad, ni de paniaguarse ni de aburguesarse para contentar acá y acullá y sumar a un lado y a otro. Me refiero a evitar el infantilismo de la pureza, y preferir arremangarse y bajar al barro y hablar para propios y extraños y reconocer las sintonías entre contrarios que puedan fortalecernos, aunque en los disensos se combata de modo absolutamente irreductible y despiadado. De esa virtud nos dota nuestra capacidad de discernimiento. ¡Lo que no aguantarían las nuestras haciéndose oír, qué remedio les quedaba, entre embrutecidos para desembrutecerlos tímidamente! Porque lo hicieron (y lo seguimos haciendo) somos hoy quien somos.
No es tarea grata luchar contra las injusticias, ni contra la cerrazón, ni contra los propios errores, ni contra las propias debilidades e incoherencias, ni contra las dudas, ni contra el desfallecimiento propio y ajeno, ni hacerlo en espacios hostiles, pero esa es la tarea que nos toca. Jugar a la pureza inmaculada de quien a todo pone pegas en nombre de la coherencia es una manera perfecta, sencillamente, de no pringarse y de no dar palo al agua. Las causas justas se defienden sabiendo que uno no es nadie, que se lucha para el colectivo, que a veces, incluso, habrá que tragarse un sapo que nos revuelve el cuerpo en vistas a un bien mayor, que con las disidencias internas sencillamente se traga porque el enemigo es otro y que con las compañeras e iguales hay inquebrantable imperativo de comprensión, de mano izquierda e incluso de respetar estrategias y posiciones que no se compartan de modo absolutamente íntegro, porque el enemigo siempre es otro y porque nadie, nadie, es puro ni infalible y todo oprimido/a, todo, necesariamente, por su posición, cede en un momento u otro. Tú también. Yo también.
No sólo no soy equidistante, sino que quiero que haya bandos, y en el nuestro, que tengamos una sola voz en la que se respete profundamente los esfuerzos de la de al lado. Deseo humildes ligazones, manos que se estrechen y consensos que se logren, incluso los tácticos, incluso los incómodos, porque también eso es lo que toca. Desde la más férrea radicalidad, pero eso es lo que toca. “Hombro con hombro, unidos todos” porque el enemigo es otro.
Artículo dedicado a Paula Fraga, por su resistencia, por su tesón y por no callarse.
Ana Pollán
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