Clara Breña | Llevaba tiempo rondándome la cabeza la idea de escribir un artículo sobre esta cuestión, y fue el otro día viendo First Dates (sí, reconozco el placer culpable de ver cierta telebasura de vez en cuando) cuando finalmente me fue dado el estimulante que necesitaba para ponerme a ello.
Una muchacha de no más de veinte años se presentó a su pretendiente como poliamorosa (algo no poco habitual en el reality de Cuatro), y aseveró que en ese momento se encontraba en una relación asexual liberal. A mí se me levantó una ceja inmediatamente, tal y como me suele pasar cada vez que alguien emplea expresiones del estilo para describir sus relaciones sexo-afectivas o su orientación sexual. No sólo a mí, el chico que la acompañaba en la cita mostró la misma perplejidad. Al preguntarle a su pretendienta por la definición de tan inusual tipo de relación, ella explicó que convivía con una chica con la que no había ningún tipo de atracción sexual o amorosa recíproca, pero con la que tenía una buena amistad y una mutua admiración intelectual (mira que me cuesta creer esto último…). El anonadado muchacho le preguntó si eso no sería una mera amistad, y aseguró que, partiendo de esa base, él tendría tal – aparentemente especial – relación con la mayor parte de las personas de su círculo social.
Y yo no pude hacer más que darle la razón a aquel confuso joven, quien hizo gala de un sentido común como ya pocas veces se ve para decir lo que a todos debería resultar obvio. Y ahí fue cuando reparé (una vez más) en un mal que aqueja a la sociedad actual, y especialmente a nuestros más jóvenes conciudadanos: la necesidad constante y enfermiza de sentirse especial en todo momento. Tan especial que no pueden siquiera soportar el reconocer que tienen una compañera de piso, que además es una amiga, por ser tal relación insoportablemente plana, insulsa, convencional, simple y, sobre todo, nada especial. Porque de sentirse especial, insisto, se trata, y no de otra cosa. Y de la consecuente atención y admiración que según parece se recibe cuando alguien describe sus relaciones personales, sus gustos sexuales o cualquier otro aspecto de su vida y su personalidad utilizando neolengua posmoderna.
Porque a uno ya no le basta con ser homosexual o bisexual (lo de heterosexual directamente es ya propio de gente vieja y anticuada, que no está en la onda), sino que prefiere definirse como pansexual. A quien necesita tener cierto vínculo emocional con alguien para tener relaciones sexuales no se le considera tampoco una persona con una sexualidad sana y normal, sino que es demisexual. Y si concibes el intelecto o la cultura de alguien como un rasgo atractivo o un estímulo erótico, entonces eres sapiosexual (dicen). Y no hablemos ya de tus gustos (en sentido amplio) o tu personalidad, ya que con total seguridad encajarás en base a ellos en alguna de esas veinte (¿o ya son ciento veinte?) identidades de género diversas, y encontrarás en la que te corresponda la tribu urbana a la que pertenecer. Porque, claro, ¿cómo vas a ser un chico y que te guste ponerte sombra de ojos y ropa rosa sin ser en realidad no-binarie? ¿O cómo vas a ser una chica y llevar tacones y vestido unos días, y chándal y deportivas otros, sin que eso suponga que eres gender fluid? Y desde luego… Lo de compartir piso con una amiga es de un aburrido que me duermo sólo de escucharlo; mejor decir que estás en una relación asexual liberal. Que hasta lo de feminista ya es carca y tedioso para definirnos a quienes estamos incómodas o descontentas con los roles sexistas que se nos han inducido desde que somos pequeñas: mejor decir que somos trans. Lo cual, además de convertirnos en alguien especial, nos transforma en una especie de ser de luz, de semidiós, y nos otorga una inviolabilidad que ya quisieran el Rey o el Papa.
Pues bien, yo quisiera aquí, hastiada como estoy de tanta proliferación de etiquetas para definir aquello que, rascando lo justo y necesario, se ve que es lo mismo de siempre, hacer una defensa de la gente corriente. De quienes son, y se definen como, heterosexuales, homosexuales o bisexuales (porque sólo existen tres orientaciones sexuales, en la medida en que sólo hay dos sexos). De quienes tienen relaciones amorosas de lo más convencionales, con todas las dificultades e idas y venidas que éstas ya conllevan, y saben que lo que convierte a una relación en especial no es el nombre estrambótico que se le quiera dar a dicha unión, sino el cuidado, el compromiso, el respeto y la admiración mutua. De quienes admiten que sus gustos no son más que eso, gustos, que como mucho conforman ciertos aspectos de su personalidad, sin que ello suponga que haya que inventar un género nuevo sólo para definirlos a ellos o ellas. De quienes no tienen la necesidad de presentarse a los demás con sus pronombres por delante, sino que se conforman con los que las convenciones del lenguaje les han otorgado en base a su sexo biológico. De quienes no exigen al resto de personas que validen sus fantasías, sus identidades, o sus formas de sentirse especiales y diferentes, pasando por encima de sus propios sentidos (del común, para empezar). De los Pacos, Marías, Antonios, Juanas, que saben que son una pieza más, contingente y prescindible, en la cadena de producción, un currito o currita que nutre a la masa proletaria y que, de desaparecer, será sustituido por otra pieza exactamente igual de insignificante y de corriente. Y, sobre todo, de quienes no sobrecargan a los demás con su irritante narcisismo y su odiosa egolatría.
En fin, que quiero hacer un elogio de la gente corriente. De aquella que es consciente de que nombrar la realidad de una forma más original o novedosa, no supone en absoluto la transformación automática de la misma. De aquella que sabe que sólo presentándose al mundo como diferente, especial o diversa, no despeina al sistema ni uno solo de sus pelos.
Clara Breña
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