Un aspecto que se suele desatender en la crítica a la disgregación de España que plantean el independentismo y sus socios es la desaparición de un actor de escala en Europa y en el mundo.
Como necesidad irrenunciable que brota de su propio movimiento, las empresas tienden a concentrarse y centralizarse. Así alcanzan escalas gigantescas que les permiten incrementar su productividad y desarrollar de ese modo las llamadas fuerzas productivas del trabajo social; esto es, la capacidad humana de transformar el entorno convirtiéndolo en un medio para sí. Se trata del progreso humano bajo su forma capitalista. Este movimiento conlleva necesariamente el agotamiento de las formas menos avanzadas, más pequeñas, menos productivas. La crisis terminal de escalas medianas y pequeñas es un hecho que está a la vista; el presente y el futuro es de la gran escala.
Del mismo modo adquieren necesariamente escalas continentales los espacios políticos nacionales en los que encuentran acomodo los fragmentos en que se divide el capital mundial. Los estados nacionales expresan los intereses y las necesidades de esos fragmentos; y asumen también la iniciativa económica cuando las empresas no pueden, a causa de su naturaleza o envergadura, convirtiéndose así en estados emprendedores. La intervención del estado como actor es ella misma una actividad económica, no meramente reguladora. Vivimos en un mundo de empresas y países inmensos. España es – todavía – un país grande que forma parte de uno mucho más grande: Europa.
Lo anterior sirve para entender que la deriva confederal o abiertamente disgregadora en la que nos sume no solamente es antiigualitaria, como se reitera melancólicamente, como si la igualdad fuera la razón última de toda acción política. Sino que contradice la marcha del progreso y por ello es reaccionaria. Trocear España lleva a obstaculizar y al cabo a extinguir la capacidad del estado español como gran gestor y gran emprendedor, por sí mismo y como parte del conjunto europeo. Se busca dar paso a un archipiélago de unidades pequeñas de escasa entidad al tiempo que crear taifas proteccionistas, bloqueando el crecimiento empresarial. En suma, es derivar hacia el atraso y la irrelevancia. Hay que recordar la negativa evolución de la productividad de la economía española, que lleva décadas de caída, y su relativa carencia de grandes empresas, para tomar nota acerca de esta deriva.
Es entendible que este sea el proyecto de los partidos regionalistas. Expresan las formas económicas locales que se atrincheran en posiciones defensivas; cuando no meramente buscan venderse al mejor postor. También que lo sea de actores económicos externos que ven así abierto el horizonte de incorporarse esos espacios a bajo precio.
Menos se entiende que sea el de los partidos mayoritarios españoles, que deberían plantear un proyecto nacional de envergadura. Eso se espera de ellos.
La ausencia de esa voluntad clara refleja el carácter subsidiario que ya ha asumido la dirigencia política española y su renuncia a ejercer por España de un papel protagónico. Aún antes de que la disgregación se haya consumado, el sistema autonómico amenaza con vaciar de contenido al estado; llevado a sus extremos lo aniquila. No cabe escudarse en el liberalismo y reclamarse contrario a la intervención económica; siempre hay intervenciones de los estados sean grandes o pequeños. Pero en este caso se trata del abandono de una intervención concreta: la del estado español. El que, por la via del respeto a las identidades locales, ha encontrado la de la liberalización extrema.
Por ello una fuerza política que se reclame española, más allá del igualitarismo y el patriotismo abstractos, debería asentar su proyecto en la recuperación, en nombre del progreso, del estado central como actor económico directo dotándolo de recursos y capacidad de actuación. Esto a pesar de las objeciones que pondrán las comunidades autónomas que aspiran a la autonomía extrema o la independencia; y de la que pondrán los antiintervencionistas.
A la vez, ha de tratarse de una España europea. Tan contraria a la marcha del progreso es la disgregación como la negativa a integrarse en ese espacio continental, incluso hasta disolverse en él. La conservación de las actuales fronteras intraeuropeas es tan contraria al progreso como la aparición de nuevas. De la desaparición de las naciones europeas ha de brotar una gran nación política aún pendiente: Europa. Pecan por ello de reaccionarias las fuerzas nacionalregionalistas y también las nacionalespañolistas y euroescépticas de toda laya. Y pecan de abandono de todo proyecto activo de progreso las grandes formaciones que, alternándose en el gobierno de España, conceden de forma oportunista, de derecho o de hecho, a la disgregación.
- Disgregación o progreso - 20/05/2024