Ander Gómez Alonso | Reproducción íntegra de una conversación noctámbula mantenida entre el autor y su buen amigo D. Paparrigóculos, magistrado de profesión.
– Qué desazón. Hoy día sólo se habla de política. Fútbol y política: «en este país» no hay otros temas de conversación[1]. ¿Por qué no se trata con la debida atención la «politización de la justicia», o la «judicialización de la política»? La política y los medios, amigo mío, quizá sean el problema; no hacen más que socavar nuestro bon nom. «¡Debo condenar y condeno que aparten sus fauces del poder judicial!¡Déjennos trabajar en paz!» -les diría a todos esos periodistas de medio pelo-. ¡Sólo somos científicos del Derecho!
– Pero vosotros, jueces y magistrados, ¿no hacéis política? – inquiriole yo al punto.
– ¡En absoluto! Somos devotos de la diosa Iustitia, la cual nos predestinó para dar a cada uno lo suyo. No entramos en ese retablo vil que es el juego político. Incluso te confesaré, en régimen de plena confidencialidad, que me excita saberme al margen de esos trampantojos; ataráxicos en el Olimpo del saber jurídico, sobrevolamos al resto de mortales. ¡Lo nuestro es puramente objetivo! ¿Esto no entendéis, esto no sentís? –sentenció en ese su soliloquio-.
– ¿Estos, no son hombres? – pensé-. ¿Cómo es posible tal cosa? -pregunté-.
– Recordarás que el poder judicial, al que puñeteramente represento con el debido honor, es independiente de cualesquiera partidos y demás poderes fácticos. ¡Sabes que lo pone en la Constitución! ¡Eres licenciado en Derecho, Ander! Permíteme citar el artículo en cuestión: «La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley»[2].
– Qué memoria tienes, mi carísimo amigo. Sospecho que la oposición te resultaría un mero trámite.
– ¡Así fue! -y de su belfo brotó una sonrisilla que deformó su faz carirredonda-.
– ¿Y si la Constitución prescribe que dos más dos son cinco? – incidí maliciosamente.
– ¡A misa! Pero la Carta Magna nunca faltaría a la verdad.
– ¡Hay que ver cuán confiado eres para con el ser humano! Si la Constitución habla de independencia judicial, ¿la habrá en verdad?
– En efecto, ya te lo he dicho.
– ¡Es casi como creer en la Resurrección de los Muertos! El Poder en mayúscula os necesita tanto como vosotros a Él. Es imposible que os separéis totalmente. De hecho, el Estado funciona gracias a esa relación simbiótica; administráis justicia y, a cambio, vuestras sentencias no son letra muerta. Pero no es sólo eso. Dime, ¿a qué mandamás no le interesaría controlar a los jueces? Ten en cuenta que muchos de vuestros asuntos tienen profundas consecuencias políticas… Luego ese anhelo, aunque reprobable desde las doctrinas que manejáis, reviste cierta justificación.
– ¡No sucede así en Alemania! ¡España es una deformación grotesca de la realidad europea! – atajó inmediatamente D. Paparrigóculos.
– ¡Pero vives en Asturias! Hay numerosísimos jueces que hacen carrera política; cuando esta llega a término, regresan a su plaza judicial. Y, además… Déjame acabar -díjole en viendo cómo ya se aprestaba a responderme-. Además, resulta sangrante que muchos vuelvan a sentenciar cuando, ungidos por las Cortes, desdeñaron el ordenamiento que prometieron respetar.
– No negaré que en la práctica asistimos a ciertas contradicciones, déficits democráticos lamentables por demás, que no obstante debemos cabalgar para construir un verdadero «Estado social y democrático de Derecho»[3].
– ¡Ah, los déficits de la democracia! Dime, ¿quién elige a los miembros de vuestro órgano de gobierno, sino politiquillos del tres al cuarto?
– Conoces de sobra el contenido de la Constitución acerca del particular -respondiome un tanto incómodo.
– ¡Política por doquier! Así sucede, tal y como decías al inicio del coloquio. Parece ser que tampoco los devotos de la musa Iustitia se sustraen a su jurisdicción. No podéis huir de ella. ¡He ahí la cuestión cardinal!
– ¡A veces te comportas como un verdadero cretino! Quizá, en las altas esferas, juegue un papel importante. No así en el día a día de los juzgados y tribunales. Recuerda que somos meros técnicos del Derecho, forenses, científicos… ¡Pero no políticos!
– Bueno, eso es un tanto matizable -respondí tras breve pausa-.
Cierto es -proseguí- que no os corresponde elaborar los planes y programas que determinarán el rumbo de España a corto plazo[4]. En ese sentido sois ajenos a la política; no obstante, como ya he dicho, sobrevuela constantemente vuestra querida profesión. Es inevitable.
– ¡Conque esas tenemos! ¡Explícate!
– Soglasen. Por ejemplo: se ha dicho que la política es la administración de la libertad. Pues bien: supongamos que D. Paparrigóculos, titular de cierto Juzgado de Instrucción, falla la entrada en prisión de un conciudadano suyo. No ha lugar a duda: en tal caso, al amparo de tu condición de magistrado, habrías privado de libertad al reo. Pero diré que eso no sucede así tan fácil. Te repito que tus sentencias perviven porque el Estado existe, porque el ejecutivo existe; sin este, serían papel mojado. Mas, ¡l’État, c’est vous! El poder judicial es parte del Estado; sois uno con él cual Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¿Y qué es el Estado sino política, en definitiva? Por tanto, al administrar la libertad del pueblo, hacéis política.
– ¡Tonterías! ¡Eso es pura sofistería!
– ¿Acaso España no es hoy sino pura sofistería? Déjame continuar, por favor. Quizá me haya excedido un tanto; lo admito.
– Conforme -manifestó él inmediatamente-.
– Con la venia -dije-.
Por otro lado, es bien sabido que la ley debe castigar el homicidio; esto es un extremo aceptado desde los Pirineos hasta Melilla. Sin embargo, en los últimos años se han venido aprobando ciertas leyes un tanto controvertidas. Controvertidas porque, entre otras cosas, adoptan puntos de vista -¡¿puramente políticos?!- que muchos no comparten. Vamos, que quizá no respondan tanto a necesidades organizativas de una sociedad -como sería el hecho de evitar que la gente se mate entre sí-, cuanto a proclamas -¡políticas!- cocinadas en las universidades[5]. ¡Pero debéis aplicar tales normas, so pena de excomunión! ¡Tremenda paradoja la de tus compañeros disidentes! Porque los hay, ¿no es cierto?
Así, impotentes para elegir qué leyes aplicar, os veis obligados a sentenciar con arreglo al tenor de esas disposiciones controvertidas. Sea pues. Entonces… No me negarás que esa sentencia, cierto que no por ti sino por intercesión de la propia norma, está cargada de política. Eso es lo que me preocupa; que la sentencia rezume política barata. ¡Y que tu nombre conste en el texto!
– ¡Vete al cuerno, sofista! – atajó.
– Espera un momento que el sofista todavía no ha terminado.
¿Qué diremos -continué- si un magistrado inhabilita a un presidente de Comunidad Autónoma? ¡No entremos a valorar si es acertado o no, que poco importa ahora! Es innegable que ese fallo tendrá una repercusión mayúscula… ¡Privar del poder al poderoso! ¡Y hacerlo legítimamente! ¡Eso son palabras mayores! Es evidente que ello afecta a la administración de la cosa pública; que reviste consecuencias políticas más que notables.
Quizá deba ser así. A lo mejor la sociedad deba conferir a los jueces tal responsabilidad. Pero quiero que veas que para vosotros no todo es ciencia, leyes y abstracción; que, muy al contrario, tu trabajo repercute en buena medida sobre la organización -¡política!- de la sociedad. Debido a ello, incontables gerifaltillos querrán manosear vuestro poder tanto como vosotros, ¡al amparo de las leyes, sea!, manoseasteis el suyo. Mía es la venganza; yo pagaré, dice el Señor[6]. ¡Repito que quizá deba ser así! Pero necesito que veáis la evidencia; y, consecuentemente, ¡acatéis la realidad como se presenta, por favor! Aunque esto último es más complicado.
Y precisamente por todo ello es difícil hablar de una verdadera independencia judicial. La Constitución consigna un ideal precioso, deseable sobremanera, pero la realidad plantea otras exigencias.
– ¡Eres un canalla! -exclamó enfurecido-.
– Perdóname, Paparrigóculos. Ya sabes que estos asuntos me irritan sobremanera. Somos amigos desde hace veintitrés años; concretamente, desde el día en que nací. Por favor, permíteme continuar lo que estaba diciendo.
– ¡Bueno, bueno! -intervino-. ¡No te pongas sentimental!
– Tampoco puedo dejar de señalar que algunos de tu gremio me resultan muy curiosos. Como ya he dicho, sospecho que a veces se perciben Inteligencias Supremas, númenes que se desean ajenos al resto del mundo. ¡Nada más que ellos, leyes, doctrina y jurisprudencia! ¡Esto es imposible, señor mío! La política, tan presente en todos los órdenes de la vida[7], también manchó, mancha, y manchará vuestro bon nom ¡Es inevitable, pues tenéis poder; y el poder atrae y necesita de la política! Mira, no sé si esto está bien, o mal. Nuevamente, sólo intuyo que así es la realidad; y, frente a esta, no cabe sino aceptarla. No soporto que cuando el ejecutivo mete sus zarpas en el judicial, se solivianten todos ellos al unísono denunciando ese atropello. ¡Bien! ¡Muy bien! ¡Debían defender su independencia! ¡Defiéndanse enhorabuena! Pero, para mí, lo irritante está en que personas tan capaces no se resignen y admitan la realidad, aunque concedo que tal cosa es complicadísima. He aquí el fondo del abismo, lo exasperante de toda esta monserga.
Entonces se me preguntará: ¿qué realidad es esa? La de que todo estuvo, está, y seguirá tiznándose por la inmundicia de unos y otros; también por política. La Justicia, por muy bella que sea -¡y con mayúscula en verdad lo es!-, no puede escaparse de esa coyuntura. Pero entonces, volviendo a nuestra cuestión, ¿qué implicaría aceptar la realidad? -callé, buscando la mirada de mi interlocutor-.
– Sorpréndeme -manifestó resignadamente-.
– Implicaría callar; y esto, a la democracia, no le interesa lo más mínimo. Tanto en España como en Alemania cada uno juega a su juego. En democracia, protagonistas y antagonistas se necesitan para sobrevivir; si acaso, para medrar. Deben aparentar que se oponen a algo o alguien. En caso contrario, el sistema falla. Y las élites no permitirán que el sistema caiga. Querido compañero, este es el abismo: creo que vivimos encerrados en un prisma diáfano, recipiente de espejos que nos deforman grotescamente.
(Luces que se atenúan en una calle noctámbula de Madrid; eco de pisadas que armoniza el contrapunto del silencio de una noche en España).
Ander Gómez Alonso
[1] Quizá piense que los arrieros ceilandeses discuten sobre los pormenores de la escritura cuneiforme.
[2] Véase el art. 117.1 de la Constitución Española -CE, de ahora en adelante-.
[3] Artículo 1.1 CE.
[4] Cuatro años; el medio-largo plazo rara vez otorga rédito electoral.
[5] «El que tenga oídos, que oiga». Mt. XIII, 9.
[6] Rm. (XII, 19).
[7] Hoy día lo político es personal y lo personal, político.
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