Ander Gómez Alonso | Vivimos en sociedades donde se publicitan, hasta alcanzar una sobresaturación exasperante, ideas fuerza tales como «empatía», «asertividad», «solidaridad»… etc.; en este sentido, últimamente se ha puesto de moda eso de la «resiliencia».
Hoy día se pregona constantemente, desde todo tipo de tribunas, la necesidad de adecuar nuestros comportamientos, actitudes, a las ideas-modelo precitadas; y ello es así en tanto consideradas comúnmente como algo positivo. Pero, ¿por qué han de ser, en todo caso, positivas? Más aún: ¿a qué se debe ese afán por clasificarlo todo como «bueno» o «malo»? Quede claro que no negamos pueda ser pertinente, incluso beneficioso, mostrar empatía, ser asertivo, o solidario, en casos específicos -nombre el lector cuantos desee-.
No obstante, como ya hemos adelantado, el bombardeo incesante o la promoción ilimitada de esa suerte de «modelos de vida» no sólo resulta descorazonadora para quien haya vivido siquiera un poco, sino que roza un grado de nocividad intolerable. ¿Por qué decimos «descorazonadora»? Pues bien: consideramos que el hecho de vivir en sociedad restringe enormemente la aplicación generalizada de la idea de «empatía» -por ejemplo-. ¿Qué «empatía» cabe esperar de un técnico de Hacienda respecto de su deudor? El vínculo entre ambos sujetos no lo preside, ni debería hacerlo, la «empatía» de aquel respecto de quien debe; y aun de ser así, ¿qué consecuencias cabría esperar? ¿La condonación de la deuda? ¿La invitación a un café para hacerle más llevadera la angustia? Lo primero presupondría la ruina del Estado; lo segundo, el triunfo de la hipocresía -ya de por sí imperante-. El empleado de Hacienda, para con el deudor, no puede ser sino un técnico que aplique la normativa jurídico-fiscal que fuere; la cual, asimismo, ha de configurarse sobre la base de parámetros estrictamente objetivos. Y punto.
Iteramos nuevamente que quizá sea útil conducirse empáticamente o solidariamente en ciertos supuestos… ¡No negamos la utilidad o beneficio que de ello pudiera derivarse! Sin embargo, en absoluto debe constituir una suerte de regla de obligada observancia, tal y como se promociona de continuo a la población general. ¿Quién osará decir de sí mismo, públicamente, que no es «empático», «solidario» o «asertivo»? El que no es solidario, está contra mí –dirá el San Lucas posmoderno-.
El curso de la Historia en general nos brinda un bosquejo de cómo se han ido desarrollando las distintas sociedades humanas. ¿Ha habido algún momento en que podamos afirmar que alguien -o ¿algo?- se haya conducido de manera «empática» o «solidaria»? Quizá. Pero, en cualquier caso, no parece ser tal la tónica predominante; máxime si se abraza la idea de que el progressus histórico no es sino el triunfo de continuas ilegalidades. Lo ilegal, desde este punto de vista, fomentará el odio y blasonará la violencia en multitud de ocasiones; todo lo cual, entendemos, resulta incompatible con la «asertividad» o la «empatía».
Efectivamente, es sumamente ingenuo minimizar u ocultar la potencialidad de otras actitudes humanas -como el odio, por ejemplo-. Tal cosa se pretende desde la «educación emocional o afectiva» para los menores; esta se focaliza en todos los sentimientos y actitudes «buenas» de que hemos hablado. Mas no olvidemos que «la simpatía o el amor puede ser una condición tan importante para el conocimiento como puede serlo el odio[1]».
No obstante, ¿es el amor algo «bueno»? Quizá. ¿Constituye el odio algo «malo»? Puede ser. Resulta difícil brindar una respuesta sin contextualizar el supuesto de hecho en que nos movemos. Cuando se promulga la prikaz u orden número 227 del Comisario del Pueblo para la defensa de la URSS; cuando se exhorta aquello de «¡ni un paso atrás!» en las calles de Stalingrado; cuando se lucha contra la Wehrmacht, es imprescindible que los krasnoarmeets odien, pues solo de este brotará la simiente de la victoria sobre Alemania -entre otros factores, lógicamente-. En este caso, el odio al enemigo habría de motivar a innumerables soldados, factor fundamental para conseguir la victoria «del bien sobre el mal». Queríamos, necesitábamos que odiaran; y porque odiaron, vencieron.
Esto es un hecho que no puede ser soslayado de ninguna manera; el odio mueve a las personas tanto o más como pueda hacerlo el amor. Y, sin embargo, reiteramos que la tónica dominante pasa por oscurecer esta circunstancia, lo cual implica una dosis de ingenuidad en absoluto compatible con la realidad del día a día. Es loable advertir que, en principio, no deseamos se odie. Pero tampoco podemos eclipsar su existencia con el «pensamiento Alicia» que hoy sobresale, por la evidente candidez que ello implica; esto es precisamente lo que sucede, y resulta sumamente irritante. Tampoco deseamos reine la «solidaridad» o la «empatía», pues tales ideas, publicitadas hoy in abstracto, no poseen por sí solas ningún valor.
El odio es algo connatural al propio ser humano, algo cuya supresión es imposible. Que sea algo «bueno» o «malo» es otra cuestión. ¿Qué diremos de Caín, el primer odiador? Recuérdese lo que está escrito: «¿por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? […] Caín dijo a su hermano Abel: “Vamos afuera”. Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató»[2]. Odiar, como decíamos, es algo inherente a nosotros mismos.
Tal vicisitud no resulta ajena para el Código Penal vigente -tampoco para el texto de 1822-. En efecto, consciente el legislador de la realidad del comportamiento humano, se articula un precepto en cuya virtud «son circunstancias atenuantes: […] la de obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan producido arrebato, obcecación u otro estado pasional de entidad semejante» –ex art. 21.3ª-. Otra cosa es cómo se positivice para el caso concreto, pero ahí está el tenor literal de la norma.
Por otra parte, en el prólogo de A sangre y fuego se dice «mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad […]». ¡Incluso Chaves Nogales, el exiliado, el periodista laureado por toda la prensa española, odiaba a su manera!
Mas no sólo se odia, sino que también se ambiciona, codicia, corrompe … ¡Y como tales, hay numerosísimos ejemplos! Recuérdese que es una ambición desmedida lo que pierde al propio Macbeth: «no hallo espuela/ que aguije los ijares de mi intento, más que/ rampante ambición, que salta sobre sí misma/ y cae sobre el otro».
Así, el mítico Caín, el ficticio Macbeth, o el Chaves Nogales de carne y hueso, son tan humanos como quien estas líneas escribe, o como quien las lee. Porque odian y ambicionan tanto como tú y yo lo hemos hecho, hacemos, y seguiremos haciendo hasta la muerte. Así ha de ser, aunque a los publicistas de la posmodernidad les indigne.
Concluyamos: ¿qué pretendemos con el presente artículo? Poner de manifiesto que, no obstante la publicidad incesante de ideas como la «empatía» o la «solidaridad», la realidad del comportamiento humano, a la luz de las sociedades en que convive, se significa también por otra serie de actitudes inherentes a su condición -odio, ambición, codicia, corrupción…etc.; las cuales, cierto es, no deben ser promocionadas, pero como tampoco aquellas; pues, en verdad, odiar, ambicionar o codiciar puede ser tan execrable en determinados supuestos como lo es pretenderse «solidario» o «empático» con carácter general.
Ander Gómez Alonso
[1] Bueno Martínez, Gustavo. Obras completas. «El mito de la Izquierda. El mito de la Derecha». Pentalfa Ediciones. 2021. Pág. 314.
[2] Gn 4 (6-8).
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