Antaño, entre otras perlas que aún resuenan en el acervo literario, podían oírse cosas como: «Cuando una dama dice que no, quiere decir quizás; cuando dice quizás, quiere decir que sí; y, cuando dice que sí, no es una dama». Esto, actualmente, es inaceptable; ni existen las damas —al menos no como mojigatas incapaces de expresarse sin medias tintas—, ni las mujeres manejan un código alternativo al de los varones. Condenas contemporáneas aparte, este tipo de ingenios apuntan a algo que sí es pertinente desde un punto de vista lingüístico: el lazo que une las palabras con lo que estas significan es menos férreo de lo que habitualmente se cree y el decir lo mismo, en según qué lugares y momentos, comporta interpretaciones diferentes. No se trata aquí del idioma que se habla, ni de lo que se dice, sino de cómo puede decirse lo mismo de diferentes maneras («time is gold», sin duda, aunque «no es oro todo lo que reluce» …).
A los españoles, por ejemplo, nos llama la atención la cantidad de veces que los germanos dan las gracias, tanto que hasta puede antojársenos artificial, mientras que muchos nórdicos se espantan ante la posibilidad de que «¡hijo puta!» pueda ser una muestra de cariño. Cada sociedad tiene una relación con las palabras: hispanos o italianos no se callan nada, salvo lo obvio («lo que salta a la vista no se pregunta», sugería Juan Gabriel); para anglos y sajones, lo que no se dice es como si no existiera (que, aun sin estas, se hable de la Paz y de la Cruz, dicta Lutero en sus tesis 92 y 93).
En el día a día del mundo septentrional, lo que se dice suele ser lo que se quiere decir; las ironías o los dobles sentidos, para los ambientes elevados (a saber qué es eso…). El mundo meridional, sin embargo, funciona con juegos de palabras hasta en el mercado y reserva la precisión para las cosas importantes (el dinero y los coj… para las ocasiones, dicen los valencianos). La imagen hollywoodiense del norteamericano verbalmente raudo es tan poco probable como la de un serial español en el que, solemnemente, una madre le pregunta a su hija «¿Quieres que hablemos?» (más normal sería, sin circunloquios, un «¿Y a ti qué te pasa?»). De igual manera, nadie se imagina a un hijo reprochándole a su padre un melodramático «¡Me lo prometiste!», después de pillar un atasco y faltar a su partido de futbito; por no hablar de lo forzado que es decirle a un familiar «Te quiero», como si no lo supiera… Frente a esto, el cotilleo, la conversación del bar o las despedidas eternas —lo que se llama «hablar por hablar», que no es otra cosa que «hablar por no callar»— nos recuerdan la importancia que, en el tú a tú, le damos a las formas sobre los contenidos (los pueblos católico-mediterráneos podremos resultar un poco invasivos, pero estamos vacunados del aislamiento y la melifluidad protestantes).
Este creer que ‘lo que uno dice’ equivale exactamente a ‘lo que uno piensa’ no solo lo hemos importado a productos audiovisuales, sino que va permeando nuestro trato con los demás: la susceptibilidad a términos malsonantes, la interpretación literal de refranes, frases hechas o chistes… son muestras de cómo se altera progresivamente nuestra particular relación con el lenguaje, tradicionalmente ambigua, sí, pero también dúctil, libre de ciertas rigideces, gracias a lo cual no se magnifican los malentendidos y se perdonan las mentiras piadosas.
Y es que hay cosas de la lengua que revelan ciertas ideas sobre el modo de comunicarse de las personas que hablan esa lengua, cosas muy pequeñas, pero muy marcadas. Un ejemplo de esas cosas del lenguaje pequeñas pero marcadas son «no» y «sí». Con «no», negamos, rechazamos algo, recreamos la falsedad; con «sí», afirmamos y reafirmamos, remarcamos que algo es verdad (se puede mentir, claro, pero eso es otra cuestión…). Sin un «no», no se puede funcionar: todas las lenguas lo tienen, pero no siempre hace falta un «sí» (el latín carecía de una palabra exacta para ello e idiomas como el inglés permiten responder a «Do you like coffee?» con un «I do»). También en español «sí» es algo excepcional, innecesario en ciertos casos: si nos ofrecen un cigarrillo, podemos decir «no fumo», pero para aceptarlo no decimos «sí fumo», lo aceptamos sin más (y, si eso, damos las gracias). Es más, si usamos un «sí», rara vez va solo: decimos cosas como «pues sí» o lo disfrazamos («venga», «vale» …). «Sí» es lo ocasional, no siempre hace falta: no nos retiran el cigarrillo justo antes de tomarlo por no haber dado un «sí», pero es fundamental en un juramento o en un muy peliculero «Sí, quiero». Cuando nos extrañamos de que alguien no tenga hambre, preguntamos «¿No tienes hambre?», pero nunca preguntamos «¿Sí tienes hambre?» a alguien que conserva el apetito después de una comilona (como mucho, preguntaremos «¿aún tienes hambre?» y porque el «sí», de nuevo, se sobrentiende). Un «sí» solo tiene sentido cuando se hace eco de un «no» anterior: «Sí llueve», diremos a alguien que nos ha insistido previamente en que no llovía (es tan raro el «sí» que, cuando un «no» es demasiado persistente, acaban pareciéndose: «No — Sí — Que no — ¡Que sí!»).
La negación siempre es explícita y lleva un «no» por bandera (o algo parecido: «para nada», «ni de coña» …), pero la afirmación pasa más desapercibida. Precisamente porque la negación señala lo falso o lo erróneo, cuando falta un «no», solemos creer que los otros hablantes nos dicen la verdad. Desde luego, y esto es indiscutible, solo «no» es ‘no’. La negación es esa herramienta lingüística sin la cual no cabe razonamiento ni comunicación alguna, pero cuesta admitir que, para expresar ‘sí’, haya que pronunciar un «sí» a toda costa. Si, por imitar otras latitudes, nos empeñamos en cambiar nuestra relación con estas dos palabritas, caeremos en la trampa de pensar que la afirmación, como la negación, no existe hasta que se verbaliza. Algo así como vivir en un mundo en el que, cuando empezáramos a hablar con alguien, dudáramos de si se nos miente o si se nos dice la verdad.
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