Si el ruido hogareño lo permite, cada Nochebuena tenemos ocasión de escuchar el tradicional discurso del monarca. Mientras unos solo ven aburridas frases protocolarias del jefe del Estado, otros saben que Felipe VI no deja pasar una buena oportunidad para dirigirse a millones de ciudadanos más o menos atentos, y buscan el significado oculto de sus palabras como si estuviera secuestrado y pidiendo su rescate. Y de esta forma, lo que hay a plena vista pasa desapercibido.
Una vez más, el rey se mantiene en su papel institucional y lleva a cabo una potente defensa simbólica del orden constitucional y del imperio de la ley —que no es poco—. Es lo que se espera de él en una monarquía parlamentaria como la nuestra, y su función la cumple bien. Agradecidos quedamos. El problema está, precisamente, en la Constitución defendida, la de 1978.
Decía el rey la noche del 24 de diciembre: “Durante estos años de vida democrática, la Constitución […] ha estado presente ininterrumpidamente en nuestras vidas. Y es, sin duda, el mejor ejemplo de la unión y convivencia entre españoles”. Más adelante continuaba así: “La razón última de nuestros éxitos y progresos en la historia reciente ha sido precisamente la unidad de nuestro país, basada en nuestros valores democráticos y en la cohesión, en los vínculos sólidos del Estado con nuestras Comunidades Autónomas y en la solidaridad entre todas ellas”. ¿Disculpe? ¿Ha sido un mal sueño, o realmente estamos ante un grave problema político causado por unos partidos separatistas con perfecta cabida en el ordenamiento constitucional? ¿Se refiere a la Constitución de las autonomías que ha permitido no solo la competencia y el conflicto entre regiones, sino también la infiltración en el Estado de quienes pretenden romperlo? ¿A la que ha fomentado la asimetría en servicios públicos, derechos y obligaciones —por ejemplo, tributarias—?
Bien argumentó Felipe que “esa unión […] debe descansar sobre todo en los valores que rigen toda convivencia democrática: la libertad, la justicia, la igualdad, el pluralismo político”. Valores, sin embargo, que pierden su fuerza cuando no son asociados al principio de unidad e indivisibilidad de la república; cuando se pone al lobo a convivir con el rebaño. Pero claro, poco se puede hacer si se parte de “una visión compartida de España que reconoce el derecho de todos a sentirse y a ser respetados en su propia personalidad y en su cultura; con sus lenguas, tradiciones e instituciones”. Recuerda esto mucho más a una monarquía del Antiguo Régimen, con sus múltiples privilegios locales y señoriales, con sus infinitas barreras internas, que a una república de ciudadanos iguales entre sí en todo el territorio. Algo, de hecho, que explica que las negociaciones privadas —y concesiones— del presidente del Gobierno con los señores feudales separatistas sean posibles dentro de la legalidad.
Hay que decirlo bien claro, cuanto sea necesario: la Constitución del 78 es parte del problema, y por tanto no puede ser la solución. “Y junto a la Constitución, España”. No, majestad. Al revés: junto a España, la Constitución; y si esta no sirve para mantener la comunidad política, cámbiese por otra.
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