En la España de la Transición se decidió que, para incluir en el sistema político a los partidos nacionalistas fragmentarios, merecía la pena el precio a pagar en igualdad cívica. La constitucional cooficialidad de las lenguas regionales, convertidas estatutariamente en “lenguas propias” de determinadas comunidades autónomas, supone una barrera de acceso al sector público para todos los españoles: no solo, por ejemplo, para uno de Salamanca que quiera trabajar de maestro en Alicante; sino también para otro de Bilbao que quiera ser médico en Santiago de Compostela, y viceversa. Háganse las combinaciones que se estimen oportunas, la cuestión es que un ciudadano español no puede —mediante su mérito, su capacidad, y el uso de la lengua oficial del Estado— optar a un puesto de la Administración en según qué lugares de su país.
En esta misma línea, alguien que ya sea funcionario no puede solicitar un traslado a cualquier parte, así como así. En ambos casos se encuentra con el obstáculo de los idiomas cooficiales, sumado a las limitaciones que trae consigo la fuerte descentralización autonómica y, en menor medida, la local. ¿Cuáles son las ventajas de que un bibliotecario de Argamasilla de Alba no pueda solicitar un traslado a San Sebastián, o de que un administrativo de Reus no pueda hacer planes de vida en La Coruña? ¿Qué sentido tiene exigir un idioma regional, existiendo uno común a todos? ¿Por qué no unificar oposiciones en todo el Estado? Si existen, las respuestas a estas preguntas las tendrán aquellos cuyo programa político pasa, en lo territorial, por la defensa de lo particular sobre lo general: desde los actuales partidarios de las autonomías, hasta los que se creen con derecho a separar privativamente una parte del territorio común.
Frente a tales problemas, a algunos les ha dado por hacerse todas esas preguntas y cuestionar por qué debe admitirse la identidad como valor superior al de igualdad ciudadana. Siendo los conflictos señalados consecuencia directa de la descentralización autonómica, quienes se hacen llamar hoy jacobinos tienen la osadía de rechazar el sistema autonómico y ofrecer una opción centralista. Si los nacionalistas fragmentarios se empeñan en restringir su pretendido espacio “propio” ante la llegada no deseada de ciudadanos del resto del Estado, o como mínimo en limitarla mediante la exigencia de la aculturación, desde estas líneas se defiende que un proyecto jacobino para España debe recorrer el camino opuesto y aplicar los cambios políticos necesarios para garantizar el acceso al sector público en igualdad de condiciones, así como la completa movilidad nacional de los funcionarios. A saber: la centralización política y administrativa del Estado —a través de la supresión de las comunidades autónomas y de la reformulación de la descentralización local en municipios y provincias—, y el fin de la cooficialidad lingüística —es decir, la extensión de la exclusiva oficialidad del español en todo el territorio nacional—.
Sirva para entender dicho posicionamiento esta cita de Miguel de Unamuno, rescatada en la actualidad por autores como Pedro Insua: “O dicho en oro y sin recovecos, que España tiene el deber de imponer a todos sus ciudadanos el conocimiento de la lengua española; pero que no debe consentir el que se imponga —así, se imponga— a ninguno de ellos el bilingüismo. Sea bilingüe quien quiera, y trilingüe y políglota; ¿pero como obligación de ciudadanía?, ¡jamás! La ciudadanía es simple, y no la hay doble ni triple ni múltiple” (El Sol, 19 de julio de 1931).
Nosotros, los jacobinos, aspiramos a que todos los ciudadanos lo sean de pleno derecho en cualquier rincón de España; y a que, para servir a la sociedad, basten el mérito, la capacidad y el uso de la lengua común. Somos ambiciosos.
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