Un domingo más, vuelvo del cine con el sabor a palomitas aún en los labios. Intento ir un par de veces al mes, porque las salas no pueden morir en estos tiempos de ‘streaming’ des del sofá y porque me interesa mucho palpar la cultura popular del momento (más allá de aspiraciones personales de un día dejar la rutina de la oficina por una vida más emocionante en la crítica artística). Entro en casa, dejo las llaves en el cajón y la chaqueta en el perchero, me siento, pero hay una idea que no se me va de la cabeza: La cartelera es demasiado homogénea, segura: la mayoría de las películas (sobre todo yankis) son indistinguibles.
Hubo un tiempo en el que Occidente se tomaba la filosofía marxista medio en serio en el terreno cultural. Hace casi un siglo Theodor Adorno, de la escuela de Frankfurt (judíos marxistas alemanes) llamó a Walt Disney “el hombre más peligroso de América”. Identificó con precisión el potencial que su imperio cultural tenía para moldear el pensamiento social y político de las masas, pero ni las peores pesadillas de Adorno hubiesen sido capaces de predecir el escenario que vivimos hoy.
A pesar de su insufrible elitismo clasista en el mundo cultural, Adorno se dio cuenta de que el verdadero poder no lo daban sólo las armas, las leyes y la dominación material. Es algo de lo que se han dado cuenta, para bien o para mal, representantes de la maquiavélica coalición de Gobierno que estamos viviendo como Pedro Sánchez o Íñigo Errejón: Controla el relato y controlarás todo.
Es por la importancia capital del relato que el Gobierno de Sánchez ha cuadriplicado el presupuesto publicitario este año. Por la misma razón Pablo Iglesias, antiguo ‘jefe’ de Errejón en Podemos, ha tirado la casa por la ventana con Canal Red, un intento desesperado de nutrir su querido relato. Este proyecto, a pesar de tener a una veintena de personas en nómina y una inversión técnica nada desdeñable, ni siquiera consigue la mitad de los datos de visualización que obtienen los youtubers ‘fachas’ de los que se pasan el día hablando.
La cultura de masas no busca desafiarnos, hacernos pensar, ni plantear formas distintas de ver el mundo. Su función es otra: perpetuar nuestro estado de confort. Igual que pasa con la política, el principal objetivo de la cultura popular es validarnos a nosotros mismos. Validar nuestros sentimientos. Validar nuestra identidad. Y este fenómeno puede empezar en la cultura, en la música, el cine, los libros, las series o los videojuegos, esto es, en la esfera privada, pero termina desembocando en el pensamiento colectivo y político, en la esfera pública de lo colectivo.
La cultura de masas define la vanguardia del pensamiento del momento, moldea las expectativas sociales, materiales, y políticas de la población. En los 90 todos vimos Forrest Gump y nos creímos que Estados Unidos era una tierra de oportunidades y progreso donde cualquier persona podía brillar con luz propia, incluso en un estado tan terrible y retrógrado como Alabama. Cuando el pescado ya está vendido y el relato se ha mezclado con nuestros sentimientos, sus autores pueden convencernos de casi cualquier cosa.
En EEUU se rechaza todo lo que no celebra sus valores tradicionales. Películas como Alien 3 no fueron rechazadas inicialmente por la calidad de la cinta en cuestión, sino porque desafiaba el modelo de familia nuclear católica y modélica que dibujó la película anterior de James Cameron. Las personas buscamos ver y escuchar lo que queremos ver y escuchar; por eso nos solemos rodear de círculos, recientemente en redes sociales, de gente que piensa lo mismo que nosotros. Las famosas cámaras de eco.
Esta máquina de propaganda, este modelo cultural putrefacto, ha ido permeando desde Estados Unidos hacia Europa sin prisa pero sin pausa, y mucho más desde la caída del único contrapunto que planteó un mundo distinto durante la época más brillante del progresismo socialdemócrata: los años 80.
La concentración de capital, conclusión natural de aquel mercado libre que según algunos debe ser intocable, ha llevado a la industria del entretenimiento de Hollywood a una situación de saturación cercana al colapso que hemos visto con la pandemia. Es un oligopolio con tendencias monopolítisticas: Cuatro empresas controlan todo (con Disney cerca del 50%). Crean producciones de cientos de millones donde el 90% del presupuesto se lo llevan productores y nombres famosos y no las personas que realmente hacen la película o la serie, lo que obliga a generar productos lo más seguros e inofensivos posibles para un público lo más amplio posible.
Y es importante hablar de ello en estos tiempos regresivos que vivimos. Hay que reconocer que la época del artista libre ha terminado. Hace siglos, los artistas no tenían libertad porque tenían que pintar a los primos, amigas y hermanas de sus mecenas, nobles y burgueses adinerados. Hoy, los artistas no tienen libertad porque los mecenas son hoy un público general que sólo busca reafirmarse y revivir buenos momentos.
Las consecuencias de este modelo cultural, social y político las estamos viendo día a día, y sólo van a ir a peor si no somos capaces de darle un giro a esta tortilla.