Para nuestro capitalista se trata de dos cosas. Primero, quiere producir un valor de uso que tenga un valor de cambio, un artículo destinado a la venta, una mercancía. Y segundo, quiere producir una mercancía cuyo valor sea superior a la suma de valores de las mercancías invertidas en su producción, de los medios de producción y de la fuerza de trabajo para los que adelantó su buen dinero en el mercado. No sólo quiere producir un valor de uso, sino una mercancía, no sólo valor de uso, sino valor, y no sólo valor, sino también plusvalía.
Karl Marx, El Capital
Iván Álvarez | Los más cínicos de entre los liberales niegan que exista tal cosa llamada «plusvalía»; los más honestos, como poco, justifican la explotación y el trabajo no retribuido. Entre los primeros encontraríamos a Antonio Escohotado, entre los segundos encontramos a José Ramón Rallo. Aquí nos interesa el segundo perfil. «Es cierto —nos dirá la serpiente—, el empresario no paga al asalariado por todo su trabajo; es lógico, pues la empresa es suya, es quien arriesga su patrimonio o quien ha tenido la idea y el arrojo de emprender».
Uno abre un libro de economía de empresa de bachillerato, o educación financiera, o como llamen ahora al catecismo capitalista en las aulas, y la forma más vulgar de lo que podría entenderse por plusvalía ahí aparece: el objetivo de la empresa es un beneficio, obtenido con la venta de bienes y servicios por mayor cuantía dineraria que la necesaria para su producción o servucción. Se parte de la premisa, nadie se cuestiona, que, aunque ese bien o servicio ha corrido a cuenta del esfuerzo y tiempo del trabajador, el beneficio debe engrosar la cuenta del propietario de la empresa, que para algo es, efectivamente, propietario.
Y para ser propietario ha tenido que soltar pasta, puede que incluso la pasta la haya soltado un banco y el propietario realmente ha tenido que aportar un aval, arriesgando su patrimonio. Puede que haya llegado a la condición de propietario porque ha tenido una idea genial, que entendemos ha surgido espontáneamente, de un talento innato; el ser un genio al parecer justifica apropiarse de lo producido por otros. Estas justificaciones se reproducen constantemente, se nos ha convencido de que la explotación por parte de un particular es la única forma de hacer viable una empresa y todo un régimen económico. Se ha naturalizado lo que no es sino históricamente constituido en el seno de una sociedad conflictiva y divididas en clases, no ya contradictorias, sino antagónicas.
Primera falacia: ideas sublimes
No se conoce empresa que tenga seres descerebrados en su plantilla, y aquellos sectores productivos altamente mecanizados serían impensables sin operarios, ingenieros o mecánicos. En todo proceso productivo son necesarias un montón de ideas y la reproducción de saberes que, salvo inducción divina, entendemos que son producto social, acumulados históricamente por la sociedad en su conjunto. Y aunque interpretáramos que las ciencias, las técnicas y tecnologías son impulsadas por los genios tendríamos que acabar concluyendo que los genios van a hombros de gigantes, que se apoyan en descubrimientos y avances de genios previos.
La mitología que rodea a gente como Bill Gates o Steve Jobs —y ciertamente tienen mucho de mito, indaguen— encubre dos realidades que podríamos resumir así: la primera es que el talento no es algo puramente innato, sino que depende de la división del trabajo y del grado de desarrollo de la sociedad. Un genio paleolítico de ninguna manera podría tener talento para la literatura de ciencia ficción, y dependería del conocimiento producido y adquirido socialmente; la segunda es que alguien, por genial que haya sido su idea, como por ejemplo ponerle un palo a un caramelo y llamarlo piruleta, se comería lo mocos —y la piruleta— si no fuera por una horda de trabajadores poniendo en práctica su idea, ya sea manufacturando, promocionando, distribuyendo, etc., es decir, ejercitando también ideas imprescindibles en el proceso, fruto de siglos de experiencia, estudio y horas de esfuerzo. A nada llegan las ideas geniales sin el complemento de otras ideas y descubrimientos que en su momento también lo fueron, y sin alguien que las ponga en marcha poniendo a funcionar sus neuronas y músculos.
Segunda falacia: los riesgos
Igual que todos los agentes implicados en la producción —social, recordemos— ejercitan ideas e imprimen un sello de conocimiento imprescindible, todos asumen riesgos, hacen una apuesta y sacrifican algo. Los trabajadores puede que no estén arriesgando un patrimonio invertido, o una casa puesta como aval, pero puede que estén arriesgando su vida. Dudo mucho que un inversor en minería arriesgue más que el propio minero. Según la estadística de accidentes laborales ofrecida por el Ministerio de Trabajo entre enero y agosto de 2021 hubo 364.937 accidentes laborales con baja y 365.587 sin baja, de los cuales 2455 fueron graves y 384 mortales[1]. Y no hace falta acudir a la minería para encontrar accidentes mortales. A ello se suman las llamadas enfermedades laborales, algunas durísimas en el corto plazo y otras demoledoras en el largo; o el acoso en el trabajo, el mobbing. Mención especial para las mujeres que, sobre todo si tienen superiores varones, se atienen a un riesgo en absoluto marginal de sufrir acoso sexual en el ambiente en el que se ganan la vida[2]. No hablemos ya de los riesgos que se asumen en la economía sumergida, que por su propia condición son difícilmente ponderables. Los riesgos, a menudo más graves que arruinarse, son numerosos para la clase trabajadora.
No solo eso, sino que asumen el riesgo de encomendarse a un empresario patán. Más allá de la supuesta libertad que sostiene la relación laboral en el capitalismo, lo cierto es que el trabajador asume el riesgo de que el propietario no haya impulsado, digámoslo en términos sublimes, un marketing mix adecuado: que no haya elegido bien qué vender, a qué precio, cómo promocionarlo o cómo distribuirlo. Y no solo asume el riesgo derivado del jefe, sino que comparte con él los derivados de la coyuntura económica. El trabajador arriesga algo tan importante o más que una propiedad o una inversión, arriesga su sustento, su medio de vida, su tiempo y sus fuerzas.
Pero además de estas posibles diferencias cuantitativas sobre quién arriesga más, también hay una diferencia cualitativa: las condiciones en las que se arriesga, la relación entre trabajador y propietario no es equilibrada, las necesidades que apremian a uno y otro por norma no son las mismas —no hablamos aquí del que huye del paro montando una panadería, que también tendría tela que cortar, ojo—; seguramente todo el que lea este artículo conocerá o habrá conocido a alguien que tiene o tuvo un empleo que, si no fuera por las ayudas sociales y las redes familiares y de amigos, no le daría apenas ni para comer. Es la necesidad más básica la que mediatiza al currito frente a una relación laboral.
Estas son las principales falacias que naturalizan la explotación de un particular sobre la masa trabajadora. Seguramente se le puedan hacer muchas enmiendas a este artículo, y soy consciente de las abundantes matizaciones que caben hacer, pero como con otros anteriormente publicados, debe entenderse el formato y el objetivo del mismo, a saber, problematizar esas ideas tan abstractas de «talento» o «riesgo».
Iván Álvarez
[1] https://www.mites.gob.es/estadisticas/eat/welcome.htm
[2] https://www.lamoncloa.gob.es/serviciosdeprensa/notasprensa/igualdad/Paginas/2021/290421-acoso_sexual.aspx
- Falacias y explotación capitalistas - 31/10/2021
- Hablemos de Asturias - 25/09/2021
- ¿Funciona el capitalismo? - 13/09/2021
Siendo todo eso cierto, está siendo periclitado por los megaespeculadores, para quienes esa empresa es un colateral para generar dígitos con los que especular, y los trabajadores…… En fin. Todo ese conjunto de capital, trabajo y «noujau» está superado. Al menos en occidente. Estamos en otra fase. Y ahí la lucha de clases es imposible. Sería otra cosa. Y los de arriba están en ello. En el control panoptico. Y parece que bastante avanzado. Saludos cordiales.