Juan Antonio Cordero | ¿En qué se diferencia la democracia de un supermercado? A decir de muchos actores políticos, en nada sustancial. Se compran y se venden cosas distintas, pero hay una oferta, hay una demanda, y hay un acuerdo entre productores y consumidores que se concreta en precios, en cifras de venta o en resultados electorales.
Hay una izquierda que suscribe esta perspectiva. Que asume que la naturaleza de la dinámica política, de la deliberación democrática, de la consulta electoral es esencialmente mercantil; que su tarea, en tanto que operador político, es vender un producto a consumidores potenciales, de la manera más eficaz posible. En consecuencia, a esa izquierda no le duelen prendas de aplicar las técnicas de marketing que han probado su eficacia para ese propósito. La primera lección: los clientes potenciales no son una masa uniforme; no vale el mismo producto para todos ellos. Pero afortunadamente, tampoco es necesario tratarlos como a individuos únicos e independientes: eso volvería impracticable cualquier pretensión de venta a gran escala. No; los potenciales compradores se pueden clasificar por categorías. Hay hombres y hay mujeres; adolescentes, jóvenes, adultos, maduros y más maduros aún. Los hay solteros, casados, en uniones de hecho, divorciados; con hijos o sin hijos, con trabajo, fijo, precario, o en paro; blancos, negros, mulatos, asiáticos, hispánicos, árabes… La taxonomía puede refinarse, expandirse o contraerse a conveniencia: es la magia del big data. Es importante familiarizarse con sus ramificaciones, y dentro de ellas, conocer las preferencias de cada una de las categorías-hojas identificadas como claves. Al menos si tienen potencial de consumo político: si suelen votar, si están politizados, si son susceptibles de estarlo; si están tienen acceso a los espacios mediáticos que moldean la opinión y la conversación pública: las redes sociales, los medios de comunicación. Las técnicas de segmentación de mercado ayudan a todo el que tiene algo para vender: a afinar sus productos, a diversificar su oferta, a hacerla más atractiva para tal o cual segmento de la población, a concentrarse allí donde es más fácil obtener rendimiento y a abandonar las categorías inasequibles, a desarrollar nuevos nichos de mercado. A vender más y mejor, en definitiva.
Es fácil reconocer a esta izquierda por el uso virtuoso, masivo, de estas técnicas de segmentación o desmenuzamiento, aplicadas al mercado electoral. Para esta izquierda, ya no hay ciudadanos a los que convencer a través de un diálogo político al uso, sino categorías identitarias estratégicas a las que procura ofrecer productos adaptados a su retrato robot. Esa izquierda no tiene nada que decir (o cada vez tiene menos que decir) al conjunto de los votantes, de los ciudadanos, o de los trabajadores (“trabajadores de todas clases” era la fórmula que la Constitución republicana de 1931 utilizaba como sinónimo de “ciudadanos”), pero a cambio, se esmera en fabricar pequeños tesoros sectoriales, only for your eyes, para tales o cuales comunidades, parroquias, clientelas electorales, cuidadosamente perfiladas. Desde luego, también esas comunidades son plurales y cada uno es cada cual, pero los operadores del mercado político –incluidos los de esa izquierda— economizan sus esfuerzos dirigiéndose a las composiciones identificadas como promedio de cada una de estas categorías. La falacia ecológica (“si eres <inserte aquí una etiqueta>, entonces debes estar a favor de…”) está a la vuelta de la esquina. Los targets pueden cambiar en función del análisis o la actualidad del momento, pero la estrategia de segmentación funciona en todo caso a pleno régimen. Y en la mejor tradición smithiana (de Adam Smith), esta izquierda segmentaria confía en que, de la misma forma que la suma de egoísmos individuales era suficiente para producir el “bien común”, la agregación de remedios de base identitaria, particulares, genere por sí solo en un proyecto político ganador, y progresista, para el conjunto.
Aplicar a la política los axiomas de la economía (capitalista): esa izquierda bien merece el apellido de neoliberal. No porque sea partidaria o defensora del neoliberalismo o de sus políticas; al contrario, puede ser, en apariencia, su crítica más feroz, hasta el punto de verlo en cada adversario, en cada injusticia y en cada drama. Su neoliberalismo es menos programático (como podían serlo las “terceras vías” de inspiración blairista) que metodológico: esta izquierda ha absorbido las categorías neoliberales, piensa y opera en sus términos, se mueve dentro —y sólo dentro— de sus confines conceptuales. Ha interiorizado la “democracia de mercado” sobre la que se construye la armadura política del neoliberalismo; un modelo en el que la sociedad no existe, sino que existen, más bien, individuos reductibles a sus rasgos identitarios, que además son predictores de sus preferencias; que actúan exclusivamente en función de sus intereses, y que “consumen” proyectos políticos, igual que productos de un supermercado, siguiendo una lógica de satisfacción pasiva de preferencias. En un supermercado se paga con dinero y en el mercado político neoliberal se paga en voto en época de elecciones, y en atención y activismo mediático el resto del tiempo (los boicots a las marcas, las campañas de señalización o “cancelación”, hechas siempre desde la posición de poder que los individuos tienen en tanto que consumidores, que en última instancia es poder adquisitivo), pero la naturaleza del trato es la misma. Lo que en ocasiones esta izquierda neoliberal llama “lucha por la hegemonía”, entornando los ojos y bajando confidencialmente la voz, no es otra cosa que asegurar un posicionamiento monopolista, o tendente al monopolio, en ese mercado neoliberal (cada vez más competitivo y cada vez más exclusivo, porque la participación democrática no deja de reducirse) de potenciales clientes políticos, en los segmentos que ofrecen un mayor rendimiento inmediato: silenciar a los competidores, competir por los grandes clientes que aún pueden elegir, desentenderse de todos aquellos que ya no tienen elección. No es extraño que esta izquierda neoliberal vea el neoliberalismo por todas partes, porque vive sumergida en él.
El problema es que esa cartografía neoliberal de la sociedad, su exhaustiva partición en compartimentos identitarios estancos, definidos por preferencias supuestamente uniformes, condena a la izquierda segmentaria a un papel cada vez más residual, porque esteriliza cualquier perspectiva de transformación social profunda. Ésta requiere todo lo contrario: establecer vínculos y solidaridades nuevas entre diferentes, preservando los que ya existen; romper o al menos aliviar las asignaciones identitarias; crear y ensanchar los espacios comunes civiles, sociales, políticos, donde los distintos se reconozcan como iguales. No hay discusión ni deliberación posible, no puede haber intercambio de argumentos ni construcción de acuerdos y voluntades democráticas incluyentes, cuando la base de la reivindicación política, la base de la existencia política misma, son los rasgos identitarios, innegociables e inamovibles, que distinguen a unos de del resto. Hay, a lo sumo, contaje periódico de afectos y desafectos; hay un censo tribal, periódicamente actualizado; hay una competición de volumen en la que gana el que aporta más voces, o las voces que hablan más alto (que tienen más eco, más presencia, más recursos para hacerse valer). Algo que puede producir, con las complicidades mediáticas oportunas, y las habilidades profesionales de los gabinetes de comunicación, demoscopia y estrategia que proliferan en los estados mayores de los partidos –también en los de esta izquierda de matriz neoliberal—, vuelcos electorales en circunscripciones, clientelas y Parlamentos. Pero son vuelcos que cada vez caducan más rápido, resultan más costosos, y aglutinan a menos gente, porque el precio de esos despliegues, y de sus subsiguientes resacas, es el de expulsar de la conversación pública –del espectáculo— a más sectores de la población. “Otra victoria como ésta”, suspiraba famosamente Pirro, rey de Epiro, “y volveré solo a casa”. La izquierda puede quedarse igualmente sola tras las aparentes victorias electorales y comunicativas de su variante neoliberal e identitaria, atrapada en unos fuegos artificiales que sólo hayan edulcorado por un tiempo su radical impotencia.
La derecha puede prescindir de la energía colectiva que sólo surge de la inclusión de todos y de la unión entre iguales, y puede abonarse a esa democracia puntual de consumo pasivo e identidades, porque sus proyectos políticos tienden a ser inerciales o conservadores. Son las ambiciones de transformación y emancipación, justicia, inclusión e igualdad social de la izquierda, las que requieren una noción vigorosa y más exigente –también mucho más frágil— de la política, capaz de construir mayorías sociales y activas, que vayan más allá de la mera agregación de sus componentes. Y son esas ambiciones las que no caben en las categorías mercantiles, consumistas, identitarias del neoliberalismo. Por eso, la izquierda de matriz neoliberal, su cóctel de estéril izquierdismo retórico y secreto neoliberalismo práctico, conduce a la melancolía y a la frustración, incluso cuando alcanza a producir espejismos de agitación que, por su propia naturaleza fragmentaria, no pueden desembocar en nada. Peor aún: al profundizar en una lógica neoliberal que produce anomia social, que acentúa las desigualdades y que acelera la desafección y la impotencia democrática, esta izquierda identitaria es aliada objetiva de la reacción.
¿En qué se diferencia la democracia del mercado? Hay otra izquierda posible, que no necesita ser ni identitaria ni neoliberal, porque hay una respuesta diferente a la pregunta. Una respuesta que recuerda que en el mercado se pesa en función de la capacidad de consumo; mientras que la democracia debe pugnar por incluir, sobre todo, a aquellos que menos capacidad tienen para hacerse oír. Que en el mercado, las elecciones incumben exclusivamente a quienes las toman; mientras en democracia, las decisiones colectivas afectan y obligan a todos. Que en el mercado se produce un intercambio, pero en democracia se produce, también, una circulación permanente de problemáticas y de perspectivas, de diagnósticos y de soluciones; que esa circulación las depura, renueva y mejora. Que el mercado es un mecanismo –eficaz en algunos casos, necesitado de severas correcciones en otros— de asignación de recursos presentes; pero que la democracia, además, es una forma de contrastar los futuros posibles y avanzar hacia los futuros (juzgados colectivamente más) deseables. Hay otra izquierda posible, universalista y emancipatoria, porque hay respuestas como éstas. Y más aún, necesitamos esa otra izquierda para que la democracia de la circulación y los futuros deseables sea, siga siendo, posible.
Juan Antonio Cordero