
Tal y como Nietzsche reprochaba a Sócrates su ímpetu dialéctico (Das Problem des Sokrates, p.40): «poco valioso es lo que necesita ser probado. En todo lugar donde la autoridad sigue formando parte de la buena costumbre, y lo que se da no son “razones”, sino órdenes, el dialéctico es una especie de payaso»; en la actualidad, asistimos atónitos a la consagración de una aporía como elemento sustantivo del marco programático de determinada neoizquierda: tradición como condición de posibilidad. Esta paradójica radiografía emerge como respuesta a un difuso paisaje analítico. Primero, una asociación maniquea que rehuye de la crisis estructural del capitalismo como atmósfera fecundante de la violencia presente en nuestras sociedades. Segundo, el establecimiento de una suerte de mandamientos —falacia naturalista mediante— cumplidos por todos en sus respectivas [y —supuestamente— homogéneas] comunidades políticas.
Es probable que lo aquí denunciado no sea otra cosa que malas praxis políticas en aras de obtener mejores resultados electorales. Sin embargo, condicionar el éxito a conjeturas varias que segreguen a los desposeídos, no sólo puede resultar caldo de cultivo para neofascistas cuya pretensión última pase por dinamitar las conquistas del movimiento obrero; también, con toda probabilidad, puede culminar la amputación de la vocación universalista del programa comunista. En otras palabras, el peligro se halla en la suscripción de una reformulación ultraconservadora de La Internacional: ¡proletarios de todos los países, dividíos!
Convendría tomarse en serio estas cuestiones, evitar confabulaciones reaccionarias en torno a la obtención de la nacionalidad, y poner fin a la determinación metafísica-tradicionalista de que los «nuestros» son los buenos, y los «otros», sujetos perversos a los que perseguir.
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