En un periodo donde la maximización de beneficio parece consustancial a nuestra propia existencia, atreverse a pensar por sí mismo, huyendo de las convenciones sociales determinadas por el capitalismo, constituye una actividad de riesgo. Una actividad no apta para cobardes, cuyo silencio cómplice no es otra cosa que prueba fehaciente de su nula predisposición a transformar. Por eso se impone el silencio, la pleitesía al status quo en aras de ser aceptado. Foucault ya incidía hace algunas décadas en la necesidad de repensar las relaciones sociales subyacentes del capital. Sin embargo, en estos momentos, parece ser que ese proceso ha degenerado en la construcción de una suerte de inquisición —ayatolás si lo prefieren— cuya misión pasa por cancelar sin debatir todo aquello que estimen impuro.
Es el caso de la editorial El Viejo Topo. Sí, han leído bien. La editorial antifranquista que hizo de los juzgados su domicilio durante la dictadura al objeto de consagrar la libertad de prensa; la misma casa donde anarquistas, socialdemócratas y comunistas de toda índole pudieron publicar sin censura; los editores de Marx, Engels, Sacristán, etc. Pues resulta que ahora, queridos lectores, la organización de Literal, la feria del libro político (evento al que adjetivan como radical) ha impedido la participación de El Viejo Topo en el acto. Según este grupúsculo, rebelarse contra el régimen franquista, cuando aún te jugabas la vida por ello, no es mérito reseñable. Como mínimo no es mérito alguno para los que, creyendo constituir una izquierda pluscuamperfecta, sólo reproducen análogamente el comportamiento de a quienes fingen combatir.
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La actual izquierda parlamentaria y sus satélites ideológicos cada vez se parecen más a la extrema derecha que dicen combatir. Tanto en las formas como en el fondo.
Hace falta ya otra izquierda. El Jacobino es más necesario que nunca para pararla.