A todos nos preocupa la suerte que correrán las nuevas generaciones y la suerte que estas le harán correr al mundo. A mí, personalmente, esta suerte me preocupa de primera mano, pues he estado, estoy y estaré ligada a ella tanto como dure mi vida. Pertenezco a la generación Z (1996-2012). Y, como muchas personas de mi edad, me pregunto, ¿vamos por buen camino?
Una tendencia ideológica que ha echado raíces entre las aulas de nuestros días complica dar una respuesta afirmativa. La generación Z es la generación del neoliberalismo. Este ha enterrado el ideal aristocrático de la sumisión y la admiración a la alta alcurnia. ¿No es genial? Lo es, tan solo un joven nostálgico con telarañas en la hucha, pero con complejo de rico o caballero medieval, podría echarlo de menos. Sin embargo, haber enterrado esa forma de justificar la desigualdad y la explotación, no es lo mismo que enterrar esa desigualdad y explotación. El neoliberalismo ha creado sus propios dogmas para justificar esto y, ahora, han terminado de arraigarse en cada arista del pensamiento de las nuevas generaciones.
Además de gigantes tecnológicos y armas, Estados Unidos también exporta la idea, o la estafa, del sueño americano y sus valores. El dogma meritocrático del “hombre hecho a sí mismo”, el adoctrinamiento en la falsa idea de que todo lo que nos sucede, nuestra posición social y nuestro éxito en la vida viene determinado por cuanto nos esforzamos, la ilusión falsa y cruel de que un hijo nacido en el 10% más pobre puede llegar, en igualdad de oportunidades y por sus propios medios, a formar parte del 10% más rico, ha utilizado la globalización para campar a sus anchas a lo largo y ancho del globo.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con la educación y en la creación de ideología? ¿En qué nos está afectando ese “sueño” al alumnado? Nos afecta en cuanto y en tanto luchamos por el elemento material de toda esa arenga conceptual. No vivimos en el mundo platónico de las ideas. El concepto de alcurnia, ¿en qué se materializaba? En los títulos nobiliarios y los tesoros del padre en cuestión. Y el esfuerzo y el mérito, ¿en qué se materializa? En los diplomas principalmente. Ya nos lo advirtió Obama: “Si no tenéis un buen nivel educativo, os va a ser difícil encontrar un trabajo con un sueldo que alcance para vivir” [1]. Alea iacta est. Por consecuencia de esto, la globalización ha convertido el proceso educativo en unas olimpiadas febriles donde lo único que importa es acumular diplomas y notas en una carpetita de plástico, conocedores de que eso, y nada más, puede darnos una mínima posibilidad de bordear la precariedad, las horas extras, los alquileres que se chupan un gran porcentaje del sueldo y un largo etcétera. En definitiva, el diploma se convierte, a ojos del mundo y de nosotros mismos, en la llave de ese selecto y aclamadísimo ascensor social que lleva al piso del “éxito vital”.
Ya que nuestro modo de vivir determina nuestra forma de pensar, ¿cómo afecta esto a nuestro día a día y, por ende, a nuestra forma de pensar, a nuestra ideología? En octubre empiezo mi primer trabajo. Quiero estudiar un grado universitario que tan solo existe fuera de mi ciudad, y necesito un colchón monetario que me permita residir allí mientras encuentro sustento en el nuevo entorno. Por fortuna, el grado en cuestión tiene un cinco de nota de corte (sí, soy de humanidades), y no parece que esto vaya a cambiar de un año para otro. No obstante, soy consciente de que, si fuese un apasionado de la ciencia o soñase con salvar vidas humanas en un quirófano o, sin salirme de mi campo, fuese un obseso de la lengua y quisiese estudiar la doble de filología hispánica y clásica, el agobio sería distinto, bastante mayor. Mis compañeros de clase serían potenciales enemigos. Un aleatorio gallego de mi edad sería también un potencial enemigo. Con los primeros, entrar o no en la carrera podría estar determinado por la tilde que uno puso y que yo no. Con el segundo, además de lo anterior, en si la selectividad de su comunidad y de la mía son más sencillas o más difíciles. Ante esta situación, cada segundo es crucial. Cada día que pueda dedicarse a la memorización exhaustiva del temario determinará las posibilidades de, volviendo a Obama, encontrar un sueldo que nos alcance para vivir. Y, además, si en vez del diez conseguimos un ocho con nueve, según el relato del neoliberalismo no va a ser porque el día de antes tuvimos que ayudar a nuestra abuela a manejarse con el móvil, cuidar a un familiar impedido, entrenar en un equipo de cualquier deporte o trabajar (factores que raramente se toman en consideración), sino porque no nos esforzamos lo suficiente. Las horas perdidas durante el día las podríamos haber recuperado de madrugada, total, dormir es un vicio de pobres y fracasados, ¿no?
De esto no solo somos conscientes nosotros, sino también nuestros padres. Tanto que en inglés la tendencia de los progenitores a asumir las responsabilidades de sus retoños como propias, así como ser jueces de la balanza que nivela el tiempo de ocio y de estudio o preparación para un futuro tan competitivo ha popularizado el uso del verbo parent, que viene a significar literalmente eso. Por esta razón, la vida de instituto se convierte en una consecución de clases particulares, academias privadas, clases extraescolares preparatorias para la universidad y, por si el proyecto educativo se truncase, clases de música, de pintura, entrenamientos deportivos y millones de actividades extracurriculares de ese tipo. Este factor es también en pocas ocasiones considerado al hablar de meritocracia o cultura del esfuerzo, pues el gasto en este tipo de actividades triplica en los hogares con mayor renta al gasto en los hogares con menor renta [2], perpetuando así una especie de nueva aristocracia respaldada por la moral meritocrática.
En conclusión, hemos acortado nuestros días. Nos hemos introducido en un invierno interminable con la esperanza casi cristiana de que la primavera llegue y haga florecer nuestra cuenta bancaria. Y es ahí donde comienza la creación de ideología. Después de tantas madrugadas de desvelo estudiantil, de una competencia aparentemente igual y despiadada contra todo y contra todos, cuando llegamos a una aparente cima, esa clase media indefinida que lo engloba todo, ¿dónde queda la solidaridad? El razonamiento de que lo conseguido es únicamente porque lo merecemos, reforzado por la experiencia de la selección educativa, fumiga la humildad. Es la mayor separación que existe entre el individuo y su comunidad. Así pues, el egoísmo como forma de interpretar la realidad se convierte en las gafas más de moda. Si asumimos que cada quien puede ascender por su propio esfuerzo, asumimos, por consecuencia directa, que nadie necesita la ayuda de nadie, que la suerte no existe, y que las luchas sociales deben ir encaminadas únicamente a ese cajón de sastre etéreo de la igualdad de oportunidades, ¿quién va a ayudar a quien se quede atrás? Es su problema, ¿no?
En una conversación con un compañero, él me dijo: “Los europeos nos merecemos privilegios porque nos hemos esforzado más por evolucionar a lo largo de la historia”. Obviando el mito del progreso, ¿cómo respondes a eso? ¿Con ética? Si la ética se torna sinónimo de la renta, y ésta sinónimo de un supuesto esfuerzo y merecimiento aislado de otros factores, entonces los jóvenes de ahora somos pasto de extrema derecha, de supremacismos, de desprecios clasistas por la clase trabajadora y de ideas neoliberales de desregulación y privatización en nombre de la cultura del esfuerzo. Ese esfuerzo que se mide no según las horas de trabajo o la dureza del mismo, sino acorde a los diplomas educativos. Ese papel encarna el valor social de una persona, y si se tiene que sacrificar la salud mental o condenar a la miseria a la mitad de la población por conseguirlo, se hace y punto. Esto es el fetichismo del diploma y sus consecuencias son las ya mencionadas: Individualismo, egoísmo, insolidaridad, clasismo y, en los casos más extremos, supremacismo. Y mientras en las aulas recibimos esa presión y división, los mismos de siempre siguen recibiendo el mérito de heredar con estricta conciencia de clase.
En las aulas, el neoliberalismo está ganando la batalla cultural, pero no la ha ganado todavía. Queda mucha guerra por dar, mucha comunidad que reivindicar y mucho trabajo que dignificar. Resulta desolador imaginar el futuro como una superposición de individuos aislados a voluntad y, por tanto, asolados por su propia vanidad. Sin embargo, todavía quedan semillas de solidaridad, compresión y justicia que, regándolas, podrán llegar a superar a las enredaderas de la avaricia, el odio y la desigualdad. Estos problemas no se pueden solucionar únicamente desde la educación, pues esta crea en los jóvenes la conciencia que la sociedad le manda que adoctrine en ellos. La educación no va a expiar los pecados de la humanidad si esta no se empaña en expiarlos por sí misma (aunque esto no exime a la educación de precisar de alguna que otra reformita). Para ello, la justicia distributiva y redistributiva debe ser un factor fundamental, el recuerdo de que los trabajadores más precarios existen y no hay derecho a que reciban una renta que no les dé para vivir y que, además, se les achaque a que es culpa de ellos. Hay que mirar más a estos y cortar la idolatría casi enfermiza que ha tomado la izquierda liberal por la clase alta universitaria. Así nos quitaremos mucho peso de nuestros hombros y muchas Ayusos de nuestras instituciones.
1- https://www.presidency.ucsb.edu/documents/remarks-pathways-technology-early-college-high-school-new-york-city
2- https://www.lavanguardia.com/vida/20230118/8690264/mitad-escolares-espanoles-recibe-clases-extraescolares-refuerzo.html
- El fetichismo del diploma - 28/08/2023