
sobre-centralismo-españa
Fidel Gómez | Pocos términos salieron tan mal parados de la larga dictadura franquista como el de centralismo, compendio de males y connotaciones negativas. El régimen de Franco era centralista, vertical y radial como el plano de ferrocarriles. La política nacional se hacía en Madrid y se irradiaba a las provincias a través de delegados gubernamentales, siendo la figura principal la que encarnaba el gobernador civil. Esto permitía que en las ciudades y pueblos se achacara toda carencia o problema local no atendido a la burocracia del régimen y que se fuera consolidando la dialéctica centro-periferia. El centralismo se asimiló a la dejadez, la ineficacia y la arbitrariedad del gobierno central.
En las regiones con sentimiento protonacionalista, derivado esencialmente del hecho de poseer una lengua propia alternativa al castellano —este elemento es nuclear para que el folclore popular, que existe en todos los lugares de España como sabemos por mera observación y quedó documentado en los estudios etnográficos de Julio Caro Baroja, se eleve a identidad nacional—, se añadía el agravio de la imposición de la uniformidad. Los flujos de desplazamiento interior de la España rural hacia los polos de desarrollo industrial, coincidentes en parte sustancial con dichos territorios de singularidad lingüístico-cultural, impactaron en estas sociedades, añadiendo a la división de clase un diferencial cultural con los migrantes campesinos. Se construye así el supremacismo de base socioeconómica, con pretendidos ribetes étnicos, frente a los recién llegados, bajo la coartada victimista del maltrato centralista.
El proceso de reforma política tuvo en la descentralización una de sus ideas-fuerza. El consenso político de la Constitución de 1978 implicaba reconciliar intereses múltiples y no siempre concurrentes, ni aún convenientes para el futuro. La integración territorial del Estado exigía paradójicamente la validación de derechos «históricos» privilegiados. La excepción concedida a País Vasco, Cataluña y Galicia, regiones que en la II República habían elaborado estatutos de autonomía, trata de ser compensada con una extensión al resto del territorio nacional del café para todos, a fin de que las regiones que, por determinadas afinidades, proximidades y particularidades más o menos fundamentadas, puedan ir construyendo el mapa autonómico —algunas quedan uniprovinciales, simplemente por exclusión—, resultando al cabo de una década 17 comunidades y 2 ciudades autonómicas. El sistema comienza siendo desigual entre estos entes territoriales, pero, incapaz de establecerse una fórmula de cierre por oposición férrea de las llamadas nacionalidades, tiende claramente a corregir la asimetría inicial con el canon máximo de las comunidades «históricas»: servicios públicos exclusivos, policía propia, cesión de la gestión de impuestos, etc.
El desarrollo notable que experimenta España en cuatro décadas de democracia, y que atestiguan todos los indicadores socioeconómicos, se ha producido con esta organización territorial del Estado, hecho que suele considerarse la prueba definitiva del éxito de la reforma plural autonómica. Sin embargo, la integración en Europa y la internacionalización de su economía, principales factores del progreso del producto nacional, no parece que tengan estricta relación con la organización territorial. Por el contrario, el desarrollo interior de España muestra un notable diferencial de riqueza entre comunidades, hecho al que no debe ser ajeno la fragmentación del territorio en unidades autónomas, resistentes a los intentos de armonización y redistribución.
Una consecuencia indiscutible del modelo autonómico, con la perspectiva que nos dan cuatro décadas de implementación, ha sido fortalecer el sentimiento nacionalista de las comunidades con «hecho diferencial propio» —que cada cual interpreta como le parece—, mostrando un salto espectacular en el número de acólitos de la identidad propia, estimada incompatible con la estatal. Este magnífico «logro» se ha conseguido despertando el narcisismo de las pequeñas diferencias (Freud) sobre la base de la creación de medias verdades, mitos, invención del pasado y quejas más o menos ancestrales. No puede negarse que la política del agravio permanente ha resultado muy productiva, con la obtención de réditos que los ministros del separatismo pueden ofrecer a sus parroquianos. En este curioso planteamiento privativo del interés general no son las personas las que sufren los supuestos agravios sino los territorios (sic).
Una importante interferencia en un desarrollo autonómico congruente ha sido la pervivencia de la estructura territorial provincial, a la que se ha superpuesto la nueva autonómica, entablándose así una sorda pugna entre el poder provincial (diputaciones) y el autonómico (consejerías). La provincia decimonónica sigue siendo el eje del sistema electoral del siglo XXI y con pocos visos de reforma. En efecto, la prima de lege data que reciben las fuerzas políticas de circunscripción provincial (nacionalistas vascos y catalanes, regionalistas canarios, cántabros, aragoneses, asturianos, etc.) contribuye a una sobrerrepresentación en la cámara legislativa nacional, que les posibilita un papel moderador en la conformación del gobierno central. Partidos con el PNV o la extinta CiU han aprovechado su capacidad de condicionar la gobernabilidad para obtener réditos privativos para sus respectivas tierras con desconsideración del interés general, al que no se sienten vinculados puesto que sus votos son provinciales.
Con la misma lógica de obtener beneficios en el presupuesto nacional, además de concesiones localistas simbólicas sin cuento —sea la selección vasca de surf, la gestión de las prisiones o eliminar del castellano la voz Gerona—, este modelo ha comenzado a ser imitado en otras partes de España por sedicentes agrupaciones progresistas: Compromis en Valencia, la Chunta en Aragón, las Mareas en Galicia y otras confluencias con Podemos, Más País, Teruel existe, Soria ya, etc. Y suponemos que a esta hora estarán velando armas otras posibles plataformas electorales; entre otras, me permito estas sugerencias: Cuenca para cuándo, Ahora toca Burgos, Y Ciudad Real qué, etc. Anteriormente esta fórmula tenía siempre marchamo conservador: Coalición canaria, Unión del Pueblo Navarro, Partido Aragonesista, etc. Otra consecuencia del nacionalismo tribal autonómico ha sido la curiosa transformación que ha experimentado la izquierda de antigua tradición jacobina, deslizándose poco a poco hacia el localismo provinciano y dando carta de naturaleza progresista al discurso reaccionario y privatizador de las derechas regionales girondinas.
Con el señuelo de la plurinacionalidad, nación (Estado) de naciones, y otros constructos por el estilo, la fragmentación territorial está servida con distintos grados de irreversibilidad. Las consecuencias de poner por delante a los territorios míticos frente a las personas reales —nacionalismo vs. ciudadanía— son múltiples para el ejercicio de los derechos fundamentales, la igualdad de (oportunidades) los ciudadanos y el funcionamiento de los servicios públicos. Así pues, el proceso racional, en términos de eficacia-eficiencia, que se presumía de la descentralización administrativa y la distribución del poder político en el posfranquismo, hoy podemos afirmar que ha quedado cancelado por esta deriva divergente ya imparable.
No se trata tanto de la sustitución de la identidad esencialista española por otras idénticas de menor ámbito territorial, todas igualmente tramposas, como de la conculcación de los principios de libertad, justicia e igualdad de los ciudadanos, de la manipulación del sentimiento de pertenencia a una comunidad y, en definitiva, de poner en riesgo la administración sensata de los recursos nacionales para el interés común.
Cuatro décadas después, el modelo autonómico muestra algunas tendencias claras: la imposibilidad de dar por cerrado el proceso, que tiende sine die a su profundización e impide alcanzar una convergencia nacional; la fragmentación normativa del espacio nacional, cada vez con fronteras más duras entre comunidades; la competitividad por los recursos, desincentivando las sinergias que queden fuera de su ámbito regional; la interferencia en el sistema político, con la prima de los intereses locales frente a los generales; etc. Esta deriva aconsejaría la adopción de medidas recentralizadoras para vertebrar y salvaguardar las bases del Estado de bienestar en cuatro ámbitos esenciales: legislación laboral, impuestos estatales, sistema educativo y sanitario nacional.
Basten dos modelos exitosos para ejemplificar las no desdeñables virtudes de la centralización estatal: la Organización Nacional de Trasplantes (ONT) y la Unidad Militar de Emergencias (UME). La ONT constituye el primer activo de las políticas públicas españolas en el mundo. Líder absoluto en esta materia año tras año desde hace treinta. El diseñador del proyecto fue el doctor Rafael Matesanz y la clave del éxito el hecho de ser un plan nacional, con todos los recursos públicos y privados integrados y coordinados con rigurosos criterios científicos por una dirección central. Todos los pacientes son tratados en España con estricta igualdad y criterios técnico-patológicos de la lista de espera, cualquiera que sea su lugar de residencia. Otro tanto puede predicarse de la UME, unidad militar especializada, desplegada en distintos puntos territoriales y operada por un mando único. Una vez que las autoridades locales solicitan la intervención, la unidad actúa sin interferencias jurisdiccionales, lo que no ocurre con los distintos servicios de emergencia de ciudades y comunidades autónomas.
Podemos convenir que en la actual democracia española no parece posible la abolición del sistema autonómico por la vuelta al centralismo estatista, poco deseable. Pero, no sería impertinente abrir un debate político nacional sobre las consecuencias de la lógica autonómica divergente sobre la vida de los ciudadanos y, comprobadas sus imperfecciones e interferencias, acordar por decisión soberana mayoritaria medidas recentralizadoras del poder público, recuperando competencias de titularidad autonómica, a fin de garantizar y reforzar los servicios públicos (sanidad, educación, transportes, vivienda, mercado de trabajo, etc.) y la calidad de vida, mejorar la competitividad interna con la armonización legislativa y la educación igualitaria. En definitiva, volver la política al eje material y anteponer lo general a lo particular, o si se prefiere la Patria grande a la patria chica. Por eso es necesario en la España del siglo XXI una izquierda jacobina ilustrada y ciudadana.
Fidel Gómez
- El falso debate sobre monarquía o república - 10/01/2023
- Una estrategia electoral jacobina - 12/12/2022
- Sobre el centralismo en España - 17/11/2022