
Silencios-y-fracasos
Marc Luque | Entrevistado por Víctor Amela en La Vanguardia, el autor de la novela Olivos de cal Fran Toro —quien fue mi profesor hace algunos años—, afirmó lo siguiente: “El emigrante cubre de silencio un sentimiento de fracaso”. Tal afirmación estimuló mi interés por razonar, como migrante —cuasi constante si me permiten— y familiar de emigrantes, cuáles son los entresijos que oculta el abandono del territorio de origen.
Mi caso, no lo oculto, no es singular sino más bien todo lo contrario. Por parte de padre, abuelo cordobés y abuela guadalajareña. Por parte de madre, abuelos barceloneses. En la ruleta de la fortuna del origen, a todos ellos les tocó criarse en familias pobres, sin apenas acceso a la educación primaria y obligados a trabajar antes de que sus respectivas edades pudieran contarse con dos dígitos. La barbarie de la guerra civil les impuso un nuevo capítulo en su desarrollo personal, a mi abuela Mercè crecer sin madre y a mi abuelo Joan resistir los golpes de un contexto socioeconómico paupérrimo. Mismo camino siguió mi familia paterna, Hilaria emigró a Barcelona para servir a una familia aristócrata, de las que el servicio porta atuendos infames y duerme en habitaciones diminutas sin ventanas, tiempos aquellos en los que sonreír estaba penado. Rafael, el restante, no corrió mejor suerte. Abandonó Priego de Córdoba para poner rumbo hacia la ciudad condal, viéndose obligado a emplear bancos públicos como dormitorios provisionales antes de encontrar trabajo pintando casas de burgueses en el litoral.
Si bien mis mayores exponían en conversaciones distendidas las penas que acompañaron su ascenso social, jamás caracterizaban con detalle cuáles eran las condiciones que les empujaron a huir de sus ciudades, dejando atrás familia, amigos y —en definitiva— parte importante de su vida. Esa nostalgia representada por el brillo de sus ojos cuando recordaban situaciones de lo más mundanas, indicaban la crónica de un fracaso, la derrota frente al deseo de todo desposeído, la estabilidad. Cuando pasados los años tenían oportunidad de visitar las antiguas calles que antaño transitaban con frecuencia, la felicidad invadía sus cuerpos paralelamente con una sensación anómala, un sentimiento de desarraigo. Sus recuerdos no se asemejaban en nada con la realidad que atónitos presenciaban, donde habían tiendas de barrio ahora hay grandes cadenas de supermercado, allí donde vivía una amiga se halla una aseguradora y eso que antes eran prados en la actualidad son aparcamientos. Con ello, todo cuanto recordaban se había esfumado. Ese vacío tampoco se veía saciado por las urbes donde residían, como sabrán, reivindicar nuestra condición mestiza nunca ha estado de moda, de no tener apellido compuesto automáticamente se te estratifica y etiqueta como miembro del Tercer Estado. Tal señalamiento en la época, provocaba un dominio arbitrario conductual de sus acciones, no debían salir a restaurantes (aunque pudieran costearlo) con frecuencia, vestir prendas atrevidas, viajar en avión o hacer lo que les viniese en gana. Quedaban maniatados a un código ético de clase que se vislumbraba en sus respuestas a las propuestas: “Esto (aunque me gustaría) no es para mí”.
Así pues, años más tarde, tras quien suscribe estas líneas marchar de Sant Adrià de Besòs a San Fernando y estar a las puertas de partir hacia Madrid, puedo corroborar que todo migrante cubre de silencio un sentimiento de fracaso. No somos lo que queríamos ni hay indicios de que vayamos a serlo, por ello —sin desistir—marchamos. Acción cuya única garantía es la de inocular una sensación de vacío, que algunos bajo la etiqueta de “ciudadano del mundo” enmascaran, el ser ciudadano de ningún lugar.
Marc Luque
- Discurso a los electores de España - 26/09/2023
- Una década cosida a retazos - 12/09/2023
- Huérfanos de una izquierda sensata - 20/07/2023