
Sí hace falta una reforma laboral
Guillermo del Valle | Tienen razón aquellos que predican cada día la necesidad de una nueva reforma laboral. Hasta aquí, ninguna objeción a realizar. Cabría, eso sí, pedir alguna concreción ulterior sobre el sentido de la misma. Y ahí ya pueden empezar a surgir las lógicas discrepancias. Disensos, por cierto, que son naturales e inherentes a los diferentes intereses económicos y sociales, de clase, presentes en una sociedad. Siempre se apela al diálogo social y a la dilución del conflicto para tratar de ocultar las inevitables tensiones que dimanan de los diferentes intereses representados en la sociedad, y, tal vez, para, adormeciendo artificialmente dicho conflicto, garantizar que el vector de las reformas y políticas que se implementen vayan en la dirección de siempre. En la dirección de los poderosos y sus intereses. Pero la reforma laboral que hace falta en España no puede ser una copia fidedigna de todas las anteriores.
Desde los años ochenta se ha venido siguiendo un mantra constante y repetido en las reformas laborales implementadas en España: había que acabar con un mercado de trabajo corporativo y anquilosado. ¿Es que acaso no ha habido tiempo para hacerlo durante todas estas décadas? ¿Qué ha fallado, pues, si se lleva intentado hacerlo de forma sistemática y reiterada desde entonces? En 1984 se implementó una reforma laboral que avecinaba lo que vendría después. En el año 1988 se paralizó el país en una gran huelga general que ponía el acento de la indignación social en las políticas de corte (neo)liberal que trataban de desregular las relaciones laborales por completo, como si éstas regulasen las interacciones del tráfico mercantil, y no respondiesen a unos concretos parámetros de protección del eslabón más débil, los trabajadores. Esa y no otra era y es la filosofía hegemónica: desmontar el carácter tuitivo del derecho laboral y desplazarlo al ámbito privado. En 1994 se introducen en España las Empresas de Trabajo Temporal, que hasta hoy mantienen la puerta abierta de par en par a la subcontratación de la propia actividad, con su mare magnum de fraudes y abusos.
Desregular las relaciones laborales ha sido el objetivo constante de todas las políticas laborales implementadas en España hasta la fecha. Fue el cariz de las políticas que llevó a cabo Felipe González, recrudecidas con el transcurso de los años, en una dinámica especialmente notoria entre finales de los ochenta y comienzos de la nueva década. Se abrió la puerta a la temporalidad, pero se hizo una dejación palmaria de funciones a la hora de controlar la causa de dichos contratos. La puerta del fraude laboral quedaba abierta. En 1997 y en 2002, Aznar continuó el camino de la desregulación laboral: se trataba de combatir el paro generalizando la contratación temporal. Si no se hacía tal cosa – se nos dijo – el desempleo estructural permanecería inalterable. ¿Es que acaso no era preferible un contrato de trabajo, sea cual fuere éste y sus condiciones, que el desempleo para el trabajador? Aún hoy algunos no pierden ocasión de repetir soflamas parecidas para blanquear la explotación más descarnada.
Lo cierto y verdad es que la generalización de contratos temporales atestados de trampas y aquejados de origen por la inexistencia de un control sistemático de su causa no solucionó el paro estructural, tan ligado a nuestro modelo productivo. Solo maquillado por la burbuja inmobiliaria, cuando ésta pinchó, el reguero de debilidades de un sistema completamente terciarizado, desindustrializado y totalmente dependiente de la hostelería y el turismo quedó al descubierto. La liberalización de las relaciones laborales precarizaba abiertamente las mismas, pero no solucionaba el desempleo estructural, sino que enconaba sus consecuencias sin atajar ninguna de sus causas.
En el año 2010, en plena crisis social y económica, el gobierno de Zapatero continuó la misma senda de desregulación abaratando el despido objetivo, y ampliando el margen de su procedencia, para que lo que antes era un despido improcedente se convirtiese entonces en uno procedente por causas económicas, técnicas, organizativas o de la producción, con una irrisoria indemnización de veinte días por año trabajado. Dos años después, el gobierno Rajoy dio una nueva vuelta de tuerca a las políticas laborales de siempre, degradando la negociación colectiva y priorizando el convenio colectivo de empresa frente al sectorial, por un lado, para incidir en la clásica senda de aplicar los ajustes de la crisis en los salarios de los trabajadores: se trataba de salir del hoyo pagando cada vez menos a unos trabajadores ya bastante maltratados en cuanto a sus emolumentos y condiciones. El segundo condimento de la reforma venía a rubricar el abaratamiento del despido improcedente, de cuarenta y cinco a treinta y tres días por año trabajado, al tiempo que hacía desaparecer los salarios de tramitación en los despidos improcedentes en caso de indemnización. Esa eliminación fue clave: si el procedimiento tardaba en tramitarse, siendo tan constreñidas como hoy son las causas de nulidad – readmisión obligatoria -, el empresario no iba a tener que soportar el transcurso de los meses de tramitación, pues ya no debía afrontar los salarios que se devengaran, sino que era el propio trabajador el que iba a asumir el coste de ese tiempo, no viendo incrementada en modo alguno su indemnización, la cual, por mor de la nueva reforma legislativa, decrecía de forma sustancial.
Cabe concluir, sin espacio para el error, que la liberalización de las relaciones laborales, su generalizada precarización, la degradación de la negociación colectiva, el recorte de derechos laborales, y la uberización aparejada a las nuevas formas de contratación – muchas de ellas repletas de falsas figuras o contratos mercantiles – han creado un paisaje de fraude laboral y explotación de los trabajadores generalizado en nuestro mercado laboral. Lejos de haber servido para generar más puestos de trabajo, las condiciones leoninas generalizadas no han atajado en modo alguno los problemas estructurales de paro y desempleo, tan ligados a nuestro modelo productivo y a la maltrecha inserción de España en la división internacional del trabajo.
Cualquiera de las propuestas que, sombríamente, se deslizan en el horizonte, patrocinadas por la CEOE, organizaciones de empresarios, partidos políticos y otros agentes sociales despistados (algunos voluntariamente despistados), no suponen más que una reedición de las erradas políticas de darwinismo social implementadas durante décadas con cruentos resultados para la clase trabajadora. Además de injustas, son ineficientes.
Claro que hace falta una reforma laboral, pero no una que consista en echar más leña al fuego de la destrucción social. Es hora de cambiar las dinámicas y recordar que con miseria y explotación jamás saldremos del atolladero. A no ser que, claro, ese sea precisamente el objetivo de algunos: perpetuar las injusticias sine die y blindar sus privilegios.
Guillermo del Valle
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