
Brassens
Guillermo del Valle | El año pasado se cumplieron cien años del nacimiento del maestro de trovadores, Georges Brassens, nacido a orillas del Mediterráneo, en la francesa ciudad de Sète. Tristemente desaparecido a la edad prematura de 60 años, dejando un rastro inagotable de seguidores y una lírica sin parangón, el premio nobel García Márquez nos regaló un precioso obituario que publicó El País con ocasión de su fallecimiento. En él recordaba cómo en el curso de una discusión literaria, y ante el asombro, desconocimiento y escepticismo generalizados, respondió a la pregunta que interrogaba sobre el mejor poeta actual de Francia. Sin atisbo de ironía y sin la mejor duda, respondió con el nombre de un cantante que, cultivando un género popular, era en efecto el mejor poeta francés de entonces (y uno de los más grandes de siempre): Georges Brassens.
Su música ha trascendido generaciones y ha sido capaz de calar hondo en miles de personas de medio mundo, no solo de habla francesa. Con Brassens aprendimos que las cosas cotidianas pueden ser tratadas con rigor en el léxico e infinita ternura, con una sensibilidad extrema en la mirada a lo que nos rodea, sea aquello lúcido, hermoso, gris o sórdido. Nos emocionamos con aquellas fugaces que pasaron por nuestras vidas durante apenas unos minutos o segundos, sin que nos atreviéramos siquiera a intentar que se quedaran en ellas. Reivindicamos que los amigos, si son de verdad, son lo primero.
El “oso tierno” del que hablaba Gabo, con mirada triste y melancólica, y un miedo atroz a cantar en público, que deleitaba en sus recitales con una inquebrantable dignidad en sus interpretaciones, desafió a la sociedad pacata e hipócrita de su tiempo y condenó con cuidada elegancia sus imposturas y su doble moral. De la pobreza casi extrema resistió, en sus primeros años parisinos, gracias a la bondad de Juana, el gran amor de su vida, tal vez junto a la cantante Patachou, que apostó por él y le regaló algunas canciones imprescindibles.
Sus personajes, repletos de matices y humanidad, sobre todo extremadamente humanos, conforman una constelación irrepetible. El chulo arrepentido, el enterrador, el que añoraba conseguir un nicho en el único cementerio que se le resistía estando a dos pasos de su casa, o la pastorcilla Margot, que amamantó a su gato provocando la concurrencia de la muchedumbre de su pueblo para asistir a la escena, aunque ella, que era tan buena e inocente, pensaba, ay, que los allí congregados estaban más interesados en el gatito que en sus encantos. En la Mala Reputación revindicó la libertad de desafiar a los rebaños unánimes e inquebrantables, donde toda crítica se interpreta como traición, y con El Gorila condenó con maestría la pena de muerte, escandalizando a propios y extraños, con el talento y la crudeza de sus versos, hasta el punto de granjearle unos cuantos años de censura.
La poesía de Brassens, elegante y sublime en su forma y fondo, podía llegar a aguijonear sin piedad: a los fanáticos que exigían muertes rápidas en ejercicio de sus ideas les recordó con sublime ironía que él prefería una muerte lenta, por muy buena que fuera la idea cultivada; a los patriotas de campanario y a los nacionalistas de cualquier frontera que se enorgullecían del inexistente mérito de haber nacido en un lugar, les retrató como idiotas felices, cuya matraca y orgullo le exasperaban con toda la razón del mundo. En otra de sus imprescindibles canciones nos recordó que la edad, temprana o provecta, no es una circunstancia eximente de la idiotez humana.
Si algo abordó, con precisión de cirujano, el poeta del sempiterno bigote – bajo el que solía regalar una sonrisa repleta de bonhomía, cada vez más fluida a medida que fue venciendo la congénita timidez en los escenarios – fue el amplio elenco de los sentimientos humanos. Dejó un testamento cantado que es uno de los poemas más hermosos del mundo, solo por el cual ya merecería la pena vivir una vida dedicada a su comprensión y deleite, entre metáforas, imágenes y matices. Nos enseñó que las noches de tormenta pueden pasar cosas maravillosas, siempre y cuando, claro, el marido de tu vecina sea representante de una empresa de pararrayos. Llevó hasta un punto tal la genialidad de su humor que terminó por dibujar la ridiculez humana retratando a un tipo que recriminaba a la traidora de su amante la incapacidad para serle leal en el adulterio, prefiriendo finalmente a su marido; o dedicándole unas hermosas coplas al mismo ladrón que, a pesar de haberle robado, lo había hecho con una elegancia que ameritaba esa canción y ese homenaje.
En estos tiempos de dogmatismo y fundamentalismos, en los que se propalan las idiotas cancelaciones, los tribalismos cerriles y una anonadante falta de sentido del humor, en los que cualquier ironía se somete a juicio sumarísimo o a mediocre incomprensión, estamos más huérfanos que nunca del poeta de Sète. De su lucidez y ternura, de su compromiso con los marginados de la sociedad, de su acidez corrosiva, incluso de sus “malas palabras”, que eran lo único que de él censuraba su madre, como alguna vez confesó.
Militante inquebrantable de la libertad humana y renuente congénito a cualquier ortodoxia dogmática, se enfrentó a la autoridad cuando la brutalidad de la misma se desplegaba con toda la virulencia del mundo. Cultivó su espíritu ácrata y, al tiempo, supo vivir su libérrima individualidad entregado a los demás, entre amigos, amores y gatos, contribuyendo con sus versos eternos a hacer de este mundo un sitio más justo y digno.
Como retrataba la antología de Nórdica, recientemente publicada, con sus poemas traducidos al español, Brassens fue “el defensor más acérrimo de la decencia humana. Siempre habrá quien mirando el mundo actual eche en falta el comentario mordaz de un escritor que tenía más de filósofo que de artista, y más de artista que de filósofo”.
Quizás hoy, aunque de vez en cuando en los bancos de París se sigan sentando los enamorados debutantes, mirar al mundo actual y echar de menos a Georges Brassens sean, irremediablemente, dos actividades instintivas, acompasadas e inseparables.
Guillermo del Valle
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Siempre nos quedará Paris… y Brassens.
Magnifico artículo.