
La Transición en España
Saúl Martín González | El pasado lunes 6 de diciembre la Constitución española de 1978 cumplió cuarenta y tres años en vigor (o, para ser más exactos, desde el referéndum que permitió su aprobación). Como cada año, los actos institucionales se vieron complementados por la inevitable corte de palmeros, panegiristas, apologetas y hagiógrafos políticos y/o mediáticos (si es que existe alguna diferencia entre esos términos) que venían a cantar, laúd en mano, las glorias del Régimen y de sus “Padres Fundadores” (Juan Carlos I, Suárez, Carrillo, Fraga, Felipe, etc.…) que, a la manera de los Washington, Adams, Jefferson, etc. (sí, otra aculturación anglosajona más, también en este campo) “nos trajeron la Democracia” tras la Dictadura franquista. Por otro lado, no es menos cierto que una pléyade de críticos, “revisionistas” u opositores sin ambages de distinto pelaje desde la ultraderecha hasta la ultraizquierda pasando por diferentes grupos de regionalistas/nacionalistas periféricos/separatistas también realizaban diferentes perfomances (cada vez menos en la calle y cada vez más en las redes sociales) en contra de la Carta Magna.
Frente a ambas posturas, como historiadores en las siguientes líneas nos permitiremos señalar algunas claves acerca del período. Éstas casi siempre se desconocen o se olvidan en los fastos y debates tanto a favor como (acaso ello sea lo más llamativo) en contra del diseño del nuevo régimen postfranquista.
Casi siempre que se debate acerca de la Transición y/o la Constitución de 1978 se realiza exclusivamente desde el punto de visto de la política interior española, así que habremos de centrarnos en ello, aunque aludiremos en ocasiones también a la política internacional. En primer lugar, y por resumirlo mucho, señalar que a la muerte del General Franco existían tres posibilidades básicas para España: la total continuidad, la reforma pautada y la ruptura. La primera correspondía, como es bien sabido, al denominado búnker franquista y a las “alas” más duras del Régimen de 1939, muchas de las cuales habían combatido en la Guerra Civil y eran, por tanto, de edad avanzada. Sin duda peligrosos y con capacidad de acción (desde palizas hasta golpes de Estado involucionistas, pasando por asesinatos y torturas de opositores, de los que la Transición está plagada), sin embargo, su peso en el organigrama del Estado franquista era cada vez menor. El asesinato de Luís Carrero Blanco en 1973 (el gran “duro” del Régimen y delfín del Dictador) y la Revolución de los Claveles en Portugal (1974) habían dejado a la España franquista como un fósil viviente en el contexto de la Europa Occidental de (siempre se olvida este punto) la Guerra Fría. Por tanto, con capacidad para asestar terribles y sangrientos “coletazos”, cada vez el búnker estaba menos poblado y tenía menos poder en el Tardofranquismo.
En el lado opuesto del búnker, se encontraba la oposición rupturista, formada por las organizaciones políticas de partidos y sindicatos izquierdistas de distinto pelaje, a los que habría que sumar los nacionalistas periféricos y algún elemento, en general de última hora, centrista y/o democristiano (el tema de la oposición de diferentes sectores de la Iglesia Católica al Tardofranquismo, muy celebrado en la “Historia oficial”, vamos a aparcarlo aquí por el momento, por ser merecedor de su propio espacio). Esta oposición en primer lugar había terminado la Guerra Civil ya extraordinariamente laminada y enfrentada (incluso dentro de las propias organizaciones; no digamos ya entre sí) a lo que se había sumado un proceso nada fácil de renovación generacional y conflictos entre el exilio y el interior. Pero por encima de todo, y esto puede gustar mucho o poco a según quien, la realidad se mostraba tozuda: nunca tuvo el poder ni capacidad suficiente para quebrar social, política ni militarmente al Régimen. El Dictador había muerto en la cama y en las FF.AA. no parecía haber ningún Rafael de Riego ni tampoco ningún Prim capaz de ponerse al frente de una insurrección en clave democrática (¡ni tan siquiera liberal!) como había sucedido en otras épocas históricas o, sin ir más lejos, en el Portugal de 1974. Tampoco las masas, ciertamente, eran las mismas de 1936 ni estaban dispuestas de forma abnegada a tomar las armas. Al terror de cuatro décadas de represión feroz y adoctrinamiento se le sumaba el crecimiento económico del Tardofranquismo y los cambios sociales en cierta línea keynesiana que lo habían tornado en una plebs frumentaria (animamos a la lectura de nuestro artículo a tal respecto, publicado en ElPapel.es en septiembre https://www.elpapel.es/sobre-la-plebe-frumentaria/) equiparable a las del resto (sí, al resto, ya que España participaba de facto de él desde la década de 1950, con la visita de Eisenhower y demás) del Bloque Occidental en el contexto (de nuevo, ese gran ausente) de la Guerra Fría. Los últimos románticos de la ruptura terminaron de toparse con la realidad con la huelga general de 1976 y su escaso impacto sobre el status quo a nivel político
¿Qué quedaba, entonces? Pues siguiendo toda nuestra Historia política contemporánea, algo tan sencillo como la realpolitik. Los franquistas de 3ra generación, como el propio Adolfo Suárez y otros, más jóvenes y habiéndose criado en un mundo que no era ya el de la Guerra Civil, preveían imposible la posibilidad de un eventual “Franquismo sin Franco”. Máxime con el sometimiento “vasallo” a los EE.UU. en la política exterior en el contexto (una vez más) de la Guerra Fría, la evolución hacia una Monarquía parlamentaria de corte occidental constituía, además de algo natural, la única opción posible desde el pragmatismo. Para ello había que integrar a la oposición o, cuanto menos, a sus fracciones más posibilistas y moderadas (ello se había realizado ya en varias ocasiones en el siglo XIX, por ejemplo), concediéndoles ciertas prebendas, aunque teniendo buen cuidado de que las riendas no se escaparan de las manos en las cuestiones más fundamentales. Un acuerdo favorecido por el rechazo de las formas más duras y ultras del búnker en aras de la “reconciliación nacional”, que junto al terrorismo de ultraizquierda y/o separatista quedaron como los grandes peligros de la Transición. Todos ellos sin duda tan execrables como peligrosos, pero sin capacidad real ninguno ellos de diseñar una España según su programa. A la oposición no le quedó más remedio que aceptar, y de paso beneficiarse de buena gana de los nuevos placeres del flamante régimen de partidos y de su parte del pastel. Y como fruto natural de todo ello, la Constitución que ha cumplido años hace poco.
Queda un último particular que trataremos en otra ocasión, y es la dimensión exterior de la Transición española. Mucho hablamos de los grandes personajes, partidos, sindicatos, etc. Personalmente, empero, cuanto más conozco el periodo más irrelevante me parece el ámbito interior y más determinante esa política exterior de la que los españoles solemos a menudo olvidar, al igual que el mundo situado allende nuestras fronteras, su propia existencia. Pero ésta es otra Historia, y habremos de tratarla en futuras ocasiones.
Saúl Martín González