Ismael Ahamdanech Zarco | Empecemos fuerte. Al fin y al cabo, no nos lee mucha gente, y eso es algo que tiene sus ventajas. Es difícil ser español y no caer en un pesimismo existencial en cuanto al futuro de nuestro país. Digo existencial porque no es algo coyuntural, sino que se transmite de generación en generación con, si acaso, unas pocas excepciones. Es como si sobre nosotros pesara una especie de determinismo histórico que nos impide levantar el vuelo por completo, un fatalismo que no nos permite dejar atrás divisiones que nos lastran desde hace por lo menos doscientos años, una brecha que nos hace imposible llegar a un acuerdo de mínimos sobre lo que España debería ser como Estado, Nación o Entidad Supranacional, pónganle ustedes el nombre que quieran. No hay forma de encontrar una convivencia sana.
Alguien podría preguntarse, ¿y por qué hablar de esto ahora, si siempre ha sido así? Pues por dos motivos.
Primero, porque no creo que siempre haya sido así. Al menos, no en mi vida (tengo cuarenta y cinco años). Yo he visto otras formas de hacer las cosas. Ortega y Gasset dijo que España siempre había estado en decadencia salvo el breve período histórico del final de la Reconquista (sí, la llamo así adrede) y los primeros años que siguieron a la conquista de América. Yo añadiría otro que Ortega no pudo ver: el que abarca la Transición y la entrada en la Unión Europea, digamos de mil novecientos setenta y cinco hasta el noventa y tres.
Aunque el concepto de decadencia que a mí me interesa es diferente al orteguiano, creo que ambos lapsos tienen algo en común: todas las fuerzas vivas del país tuvieron un mismo objetivo y aunaron fuerzas para conseguirlo, todos remaron en la misma dirección. Los años que siguieron a la muerte del dictador los españoles tenían una meta común, establecer una democracia sólida y modernizar España, conectarla, por fin, con el resto de Europa y no perder, una vez más, el tren que pasaba. Se consiguió. En mil novecientos ochenta y uno España era receptor de fondos al desarrollo de la OCDE y en el año dos mil once éramos el octavo país donante. Pasamos de vivir en una sociedad cerrada y asfixiante a ser una de las más abiertas del mundo, con una democracia homologable a las más avanzadas del planeta. ¿Fue perfecto este camino? Por supuesto que no. Nada de lo que hacen los hombres es perfecto. Pero los resultados no fueron malos.
Y, sin embargo, ahora el país se empeña en tirar por la borda lo que se consiguió. Perdemos puestos en los índices de calidad democrática, creamos divisiones sociales donde antes no las había y nos estamos convirtiendo en una nación que se autocensura, que mete a raperos en la cárcel por hacer canciones de mal gusto o que repudia y aísla a cualquier persona que no está de acuerdo con el pensamiento dominante que impone el buenismo. Todo esto aderezado con espectáculos estrambóticos como sacados de una novela de Valle Inclán en los que, por ejemplo, un personaje que parece salido de una mala película de espías o del edificio de la DGS en la Puerta del Sol maneja a las estructuras del poder a través de periodistas que publican informaciones que saben falsas. Por no faltar, no falta ni la boina y el parche, ejercicio de cutrez máxima como si de golpe hubiéramos retrocedido setenta años en el tiempo.
Pero es que, además, y esta es la segunda razón por la que escribo esto, hemos perdido toda, o al menos gran parte de, la pujanza económica que tuvimos. Tengo la sensación de que estamos haciendo todo lo posible por bajarnos del tren que por una vez en nuestra historia habíamos logrado coger. Algunos datos que son espeluznantes: en dos mil veintiuno teníamos la misma renta per cápita que en dos mil cinco; países como la República Checa, Eslovaquia o Estonia ya tienen (o están cerca) el mismo PIB por habitante que España; nuestra deuda pública es del ciento veinte por cien del PIB, el déficit estructural es de más del cinco por ciento de dicho indicador; en dos mil cincuenta la población entre los veinticinco y cuarenta y cuatro años será casi la misma que la de mayores de sesenta y cinco años… Hay muchas más cifras que asustan, pero paro aquí para que a nadie le dé un vahído. ¿Importa esto? Pues importa mucho.
Desde hace unos años se ha puesto de moda el discurso de que el crecimiento económico no es importante. Que es, incluso, dañino. Nos dicen que se puede ser un mejor país con menos PIB y que ya está bien de medirlo todo en términos de producción. Les diré una cosa: ese debate es maniqueo en algunas ocasiones, lleno de falsedades en otras. Sin crecimiento económico, que debe ser, por supuesto, más justo y equilibrado, estamos condenados a la pobreza y a la irrelevancia; de la misma forma que sin inmigración estamos abocados a convertirnos en un país agotado y acabado.
Estamos en una decadencia que ya empieza a ser palpable y que, desde hace tiempo, afecta a la vida de los ciudadanos en muchos aspectos. ¿Se puede detener esta espiral? Se puede, con reformas políticas y económicas adecuadas, para las que necesitaríamos volver a saber qué país queremos ser y lograr consensos de mínimos. En resumen, remar de nuevo todos en la misma dirección, algo que parece en estos momentos de fractura política y social poco menos que una quimera. Así que, viendo el panorama, podemos acabar tan fuerte como empezábamos: ¿está o no justificado ese pesimismo existencia con respecto a nuestra historia y, lo que es mucho más importante, con respecto a nuestro futuro? Cada cual que saque sus propias conclusiones y viva con ellas lo mejor que pueda.
Ismael Ahamdanech Zarco
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