
Elogio del mérito (frente la excelencia)
Laura Rodríguez Montecino | Antes de abandonar súbitamente su puesto hace unos días, la ahora ex ministra de educación, Isabel Celáa, preparaba un Real Decreto que atribuye a los docentes la decisión sobre si sus alumnos deben o no repetir curso, con independencia de la cantidad de materias suspensas. La semana anterior, el ministro de universidades, Manuel Castells, aseguraba que los suspensos son elitistas porque “machacan a los abajo” y “favorecen a los de arriba”, implicando no muy sutilmente que son los pobres los que suspenden. No aclaró si lo hacen debido a sus condiciones de vida o por alguna característica innata.
Estas ocurrencias no son nuevas: llevamos a vueltas con ellas muchos años. Repetir es un recurso costoso y que se dedica a los alumnos de peor rendimiento (para el ministro, “los de abajo”). ¿Para qué desperdiciar el presupuesto en ellos? Pongamos un parche, maquillemos las cifras, “no dejemos a nadie atrás” y, si acaban la obligatoria sin leer ni escribir correctamente, que se busquen la vida cuando se enfrenten al mercado laboral.
El descenso del nivel educativo, el empeoramiento de la calidad docente y la desaparición de la calificación son los pilares de un fraude generalizado que perjudica tanto a los estudiantes como a la sociedad política en su conjunto (y, de forma especial, a las clases obreras). Es tan evidente y se ha dicho tantas veces que casi da vergüenza recordarlo, aunque vivimos tiempos absurdos que exigen constatar continuamente lo palmario. Lo hace con muy buenas razones el docente Alberto Royo en este contundente artículo, por ejemplo.
Sin embargo, esta no es una crítica que deba dirigirse en particular a este Gobierno. El teatrillo de la “reforma educativa” en España se viene representando al menos desde 1990. Y, desde entonces, en él cambian los actores pero nunca el texto, salvo en cuestiones moralmente relevantes pero de detalle. Desde los últimos años del franquismo, todas las leyes educativas han compartido la querencia por el pedagogismo y el intento exitoso de bajar el nivel de la enseñanza. No obstante, en esta farsa las decisiones importantes de verdad no se toman en España sino en instancias internacionales, y nuestros sucesivos gobiernos se limitan a aplicarlas religiosamente.
Un ejemplo. Andreas Schleicher, director del área educativa de la OCDE, considera que “España prepara a sus alumnos para un mundo que ya no existe”. Entendemos, claro, que salvo delirio (plausible), el señor Schleicher no se refiere a que el cuadrado de la hipotenusa ya no sea igual a la suma de los cuadrados de los catetos, ni a que el Kilimanjaro haya dejado de repente de ser el pico más alto de África, que es el tipo de contenidos que se aprenden en la escuela. Se refiere más bien, entendemos, a que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, y a que la masa trabajadora ya no necesita dominar más que las “destrezas” y “competencias” mínimas que permitan su subsistencia, y tal vez ni eso. Lo que el señor Schleicher dice, sin decirlo, es: “sepan, españoles, que no hay suficiente oferta para todos en el escueto mercado laboral del empleo cualificado español, y acumular conocimientos como estos es superfluo para quienes, de todas formas, están destinados a ponerle los cafés a Europa con un contrato temporal en fraude”. Aparentemente Schleicher (como Celáa, como Castells) no considera que los camareros tengan derecho a saber cosas tan sofisticadas.
Entretanto, la izquierda indefinida (sociológica) celebra el fin de las opresivas barreras de la calificación y el suspenso, en una nueva manifestación de su ya histórica aversión a la idea de “mérito”. No sin parte de razón, la meritocracia se ha asociado desde “la izquierda” al individualismo, a la competencia y al mito del “hombre hecho a sí mismo”, entendiéndola como un “sistema de legitimación de los privilegios”. Al mismo tiempo, “la derecha” (económica) se arroga su defensa y la confunde deliberadamente con otra noción muy de su gusto, la de “excelencia”. Pero mérito y excelencia no son lo mismo en absoluto.
El mérito hace referencia a aquello que se obtiene por esfuerzo o capacidad, y nada en el concepto requiere poseer un don especial ni un estatus social o económico determinado. Solo quien comparta el elitismo de Castells puede suponer que “los de abajo” no pueden lograr con esfuerzo las metas que estén a su alcance, porque de inicio les falta la disposición. No hay competencia individualista, no necesariamente, en el reconocimiento de los frutos del trabajo. En cambio, en venderle a los alumnos que poseen unos conocimientos que no tienen y después abandonarlos a su suerte sí encontramos un buen ejemplo de “sálvese quien pueda”.
Durante muchos años, el sistema de instrucción pública ha constituido un mecanismo universalista de compensación de estas condiciones de partida, incluso con todas sus deficiencias. Me objetarán, quizá, que el juego está amañado para quien parte con malas cartas. Desde luego, hasta cierto punto es así. Pero, ante la desigualdad de origen, nuestras “autoridades educativas” deciden terminar con el dolor de cabeza decapitando al paciente. Para ellos la solución, en lugar de igualar en lo posible las reglas para todos (dotando suficientemente las bibliotecas, por ejemplo, o bajando las ratios en los centros públicos), es retirar el tablero para que ni siquiera se juegue la partida. Lo que es tanto como reconocer que los perdedores están decididos de antemano.
Cosa distinta es la excelencia. Ex-celencia significa superioridad o grandeza sobresaliente, por encima del resto (incluso el mismo término tiene, cuando aplicado a personas, cierto regusto nobiliario). Si el mérito de uno no supone necesariamente el demérito de otro, el excelente lo es justamente porque los demás no comparten su excelencia. Excelente sería, sin duda, el emprendedor que levantó un imperio desde su garaje según la moderna fábula capitalista (esta sí, totalmente inverosímil). La excelencia, que sí delimita a una “élite”, en principio no tiene por qué relacionarse con el mérito. De hecho, en ocasiones puede suponer lo contrario.
Es por estas razones que es preciso reivindicar sin complejos el mérito como herramienta de igualación de clase. Porque, por mucho que se empeñen los clasistas y los incompetentes, no hay caminos excelentes hacia la geometría, y el mérito es el único capital de quienes no tienen más patrimonio que su esfuerzo.
Laura Rodríguez Montecino
- Elogio del mérito (frente a la excelencia) - 14/07/2021