
Marc Luque | Estoy con Manel Vidal. Sí, han leído bien. Estoy con el cómico que tildó de nazis a los acólitos del PSC. No porque me hiciera reír. Tampoco porque considere nazis a los votantes socialistas. Sin embargo, no estimo oportuno que la televisión pública prescinda de sus servicios. Por un lado, atreverse a homologar a un partido socioliberal —guste más o menos— con quienes enarbolaban esvásticas durante el Tercer Reich, como persona autocontenida, me parece una temeridad. Por otro, fruto probablemente de mi cortedad humorística, ¿hasta qué punto podemos cercar los chistes? Es decir, jactarse de alguien o algo, por antonomasia, ofende a terceros. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar? Y por último, un tercer aspecto más jocoso: ¿qué malditos derechos tenemos los correligionarios del humor negro?
Fíjense, yo conocí a Manel Vidal allá por 2018. La heroicidad que lo elevó a la palestra pública de bien seguro que les resulta familiar: llamarnos nazis a todos los seguidores del RCD Espanyol. A partir de ahí, empecé a escucharle semanalmente en “La Sotana”. Un programa de humor barcelonista que reparte a diestro y siniestro. Bartomeu y el propio Laporta también fueron víctimas. A mí, que ni de nacionalista ni —mucho menos— barcelonista se me podrá acusar, debo reconocerles que, desde el primer día que los escuché, me encandilaron. Rumbas sobre Valverde y Jordi Alba; dietarios sobre Koeman; noticiarios de deportes minoritarios; y otros quehaceres que amenizaban mis idas y venidas en trenes y autobuses varios.
La problemática de este asunto no reside en el chiste de Manel Vidal. Al que, por cierto, nuevamente reconozco como un tipo habilidoso. La problemática, en la humilde perspectiva de este servidor, reside en imposibilitar que se irradie este humor disruptivo e incómodo. Eso sí, en ambas direcciones. Del mismo modo que me manifiesto refractario a su cese, me indigna la incomparecencia —forzada— de humoristas antinacionalistas en TV3. Humoristas que, por ejemplo, se jacten —de manera más atinada— de la xenofobia inherente a los partidos adscritos al relato secesionista. No obstante, en un mundo donde la identidad —ficticia— corta y reparte la baraja, valores como la justicia, nada o poco importan.
Marc Luque
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Curioso lo de estos humoristas con el famoso “Puta España” pero el “régimen dictatorial” de Cataluña, y sus nazis supremacistas jamás permitirían “Puto Pujol”, “Companys Hijo de la gran puta asesino” en “su” TV3 . No es humor, es siempre insulto en un sentido. Humor sería que se descojonasen de su p.m. de vez en cuando, pero no, eso nunca pasa.
Creo que un buen criterio para establecer cuándo se han sobrepasado los límites del humor, para incurrir en otra cosa, es analizar el papel que juegan las “victimas” de la gracia. El humor negro supone siempre que alguien (algún individuo o colectividad) es víctima del chiste. Y eso es, en principio, aceptable. Reírse de ciertas actitudes, de ciertos tópicos, de ciertas instituciones, etc., es sano, y una extraordinaria forma de crítica. Pero eso es usado, a veces, por el “humorista” con finalidades perversas no explícitas. Cuando los nazis hacían chistes con los campos de trabajo (la expresión “el trabajo libera”, parece ser que figuraba en un campo de concentración), cuando los batasunos hacen chistes con la chica aquella a la que una bomba de ETA ha dejado sin piernas, etc., el humor negro ha mudado en otra cosa. Se trata en este caso de deshumanizar al rival, al “enemigo” para que su sufrimiento no pueda ser usado contra nuestras posiciones supremacistas. Habría que ver, pues, cuando el humor en la televisión nacionalista de turno se puede inscribir en el apartado de crítica corrosiva, perfectamente defendible, así sean las victimas las más preclaras instituciones del Estado (más aún si es así) o se trata de deshumanizar al rival. En este caso no se trata de humor, ni siquiera de humor negro, sino de algo que podríamos llamar “humor pardo” (por aquello del color de las chaquetillas de aquellos chicos tan aguerridos y que también hacían chistes), que no debería ser tolerado. Aunque, ciertamente, los límites entre una y otra cosa pueden, a veces, ser difusos.